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Robert Caro y Nueva York, o los entresijos del poder político

(El verdadero texto sobre Robert Caro y Nueva York, sin las alteraciones impuestas por United Explanations, es este que cuelgo aquí).


Una de las maneras de entender la Nueva York de nuestros días pasa por leer un libro que es varios libros a la vez: The Power Broker. Robert Moses and the Fall of New York es un compendio de tantas y tan fascinantes cosas que no saber quién es el tal Moses del título es lo de menos. Al final de las primeras veinticinco páginas de introducción sabremos por fin quién es y cuánto hizo, e invariablemente querremos saber más. El biógrafo, historiador, analista político y, en definitiva, gran escritor Robert A. Caro ha dicho en varias ocasiones que la prosa, en un libro de no ficción, tiene que ser, como en la ficción, un elemento literario más, trabajado y atendido para seducir al lector (lo explica en casi todas las entrevistas y, por escrito y en detalle, en el volumen autobiográfico Working). Con la sola introducción a su infatigable biografía de Robert Moses, poderosa figura de la construcción pública de Nueva York, logró una obra maestra de la incitación a la lectura como pocas veces se ha visto. ¿Quién leerá una biografía de Moses? ¿Alguien sabe lo que realmente hace Moses? ¿Y cómo lo hace? Ante ese, y otros muchos, retos, se encontró Robert Caro cuando empezó a documentarse. Pronto en la lectura vemos lo poliédricas que son las dos historias, inextricables, que componen este libro: la historia de Robert Moses, y la de la Nueva York del siglo XX.   

The Power Broker es una Moby Dick de la no ficción. Un épico travelling lateral que se convierte en cenital y de ahí se acerca a un primerísimo primer plano de la vida de Robert Moses, de la ciudad de Nueva York y sus políticas urbanas, de la naturaleza del ser humano, del aspecto visible del poder pero también de su cara interna, desmaquillada. Son mil doscientas páginas de libro en una edición grande como una caja de zapatos, uno de esos libros que te hacen desear que tuviera mil doscientas páginas más. Siete años de trabajo y una imponente constancia en la documentación es lo que hay detrás de este monumento literario escrito como si el inglés fuera una inmensa masa de mármol, y Robert Caro, el autor, se hubiera dedicado, con paciencia, a cincelar sus frases una a una en esa masa, a pulirlas y apartarlas con cuidado para su libro sobre Nueva York. Frases con cláusulas elegantes, fastuosas, pero precisas. Equilibradas y tensas como los tirantes de los puentes de su ciudad.

En paralelo a esta enorme mole de libro he intercalado otras lecturas más cortas, más asequibles, pero no hay manera: el libro de Caro te atrae hacia sí hasta el punto de dominar toda tu atención. Sólo se puede leer a Caro. Un inteligente dominio del suspense narrativo hacen de esta obra (también poliédrica) una lectura de vértigo en la que se funden novela, biografía, análisis político, historia, urbanismo, estudio de la personalidad y de la ambición humana, periodismo, crítica social, crítica de los medios, sociología y poesía; The Power Broker es la suma de todo esto, una suma que lo trasciende hasta convertirse en otra cosa, en algo nuevo y único en el siglo XX, yo diría, y en una escuela de escritura.

La corrupción y las élites quedan retratadas de tal manera que uno entiende que la corrupción y las élites no son una mutación genética de la política actual, sino algo que viene de lejos y que no entiende de épocas ni de pueblos. El interesado, calculado y frío abandono del idealismo humanitario del joven Moses en favor del poder y del dinero (para despilfarrarlo), hacen de Robert Moses una figura reconocible a lo largo de la historia: es el trepa cegado por su propio fanatismo que, para conseguir sus metas, se traicionará a sí mismo y pisoteará a los demás. Robert Caro lo supo entender y la debacle de su personalidad queda clara en las páginas donde se describe cómo Moses se deshace de la solidaridad que le hizo noble, para dejarla atrás, como una piel de serpiente, por la única realidad con la que quería ser solidario: él mismo. Olfateará el poder, y nos revelará su verdadera identidad, las tentaciones del lucro y del nepotismo. Se convierte en un personaje literario de primer orden, así, con sus contradicciones y miserias.

No es la simple, ordenada enumeración de datos que podría haber sido cualquier otra biografía; el libro de Caro es un constante alarde de ese show, don’t tell que con tanto sentido común recomiendan en inglés. Para describir la apropiación de campos privados en Long Island –muchos de ellos eran jardines de casas particulares–, para construir una carretera, no nos aporta sólo los datos y las fechas clave: describe, narra, paso a paso, el proceso de apropiación por parte del Estado de unas tierras que pertenecían a una familia con nombres y apellidos. De una manera muy visual, además, con descripciones muy vívidas de esas primeras conversaciones que tuvo Robert Moses con los dueños de esas casas, con sus maneras de seductor, primero, y con su arrogancia de matón, después, al ver que se enfrentaba a familias que no querían cederle el terreno. De esta manera nos llega la ocultada personalidad de Moses, vemos cómo funciona por dentro la naturaleza humana, y lo que vemos no es bonito.

Maestro del contexto, Caro a veces se extiende en detalles secundarios, en lo que podríamos llamar el telón de fondo de su Historia del Poder, y así da atmósfera y matiz al personaje, a los personajes secundarios que dan apoyo secreto al principal. Teje el tapiz, Robert Caro, para que los detalles relevantes destaquen con más sentido sobre su fondo de corrupción. Las detallistas descripciones que hace de la oficina de Moses, por ejemplo, del hecho de que usara una mesa para trabajar en lugar de una mesa con cajones, de que su caligrafía virara hacia lo ininteligible a medida que ganaba poder, de que llegara a trabajar siempre puntual, pero con cortes en el cuello por haberse afeitado mal, su obsesión –algo enfermiza– por el trabajo, y su obsesión, sana y restauradora, por la natación. O lo relajante que le resultaba a Robert Moses hundirse un rato en el agua y nadar hasta que sus súbditos, desde la orilla, le perdiesen de vista en el mar. Todos estos detalles confieren un cuadro más preciso del biografiado, como también la progresiva proliferación de lo que acabaría conociéndose como los “Moses Men”, o Los Hombres de Moses: un grupo de gente disciplinada, obediente, trabajadora, que no cuestionaba las órdenes ni las opiniones de su jefe directo. Que no hablaban con la prensa porque hablar con la prensa significaba traicionar a Moses y por tanto el despido. Robert Moses se rodeó de los Moses Men porque podía. Porque tenía poder.  

Los lectores de The Power Broker vemos, poco a poco, el tipo de individuo que es Moses, y la trama tentacular que va tejiendo a su alrededor, y cómo Nueva York va cambiando de fisionomía, para mal, para servir a su ego. Su huracanada personalidad y su imparable capacidad para conseguir cosas, de hacer que sus logros sean visibles, hicieron de él una pieza muy valiosa para los gobernadores del Estado. Moses quería todo el poder de Nueva York, pero en la sombra, desde la que disfrutar de la popularidad que se había ganado con su programa de parques públicos (popularidad relativa, porque Caro ofrece unos datos que matizan esa supuesta realidad: Moses bajó la temperatura de las aguas de las piscinas porque creía que los negros no soportaban las temperaturas bajas, y puso peajes elevados en las playas mejores para alejar a la gente pobre de su creación pública). Sin darnos cuenta, con la poderosa fuerza narrativa que tiene Robert Caro para explicar la corrupción, los intereses, el ansia de poder y la egolatría, vamos entendiendo cómo funciona el poder político en una ciudad. El funcionario Moses jamás fue elegido en unas urnas, pero tuvo más poder que nadie. Parapetándose tras unas cláusulas legales lo suficientemente vagas como para permitirle maniobrar en la sombra, con nepotismos, amenazas, chantajes, manipulaciones y mentiras: estas fueron sus herramientas.

Robert Moses fue también un chaquetero de cuidado. Al final del capítulo titulado “El candidato”, Caro se pregunta por qué Moses, cuando se presenta como candidato a Gobernador del Estado de Nueva York y más necesita, por tanto, el apoyo de la opinión pública y la prensa –los dos factores clave– se pregunta por qué alguien que había demostrado tanta habilidad para meterse al público en el bolsillo o a quien le interesara en el bolsillo, de repente se enemistaba con todo el mundo, desprestigiaba a la prensa, se negaba a ir de gira por los pueblos del norte del Estado, insultaba públicamente a su adversario y despreciaba la capacidad intelectual de las masas que le iban a votar. ¿Por qué alguien tan calculador, tan despiadado y tan sediento de poder haría algo así? ¿Tan poco acertado? ¿Por qué, por decirlo suavemente, tuvo tan poca vista? La respuesta no siempre está clara.

A finales de los años treinta, Bob Moses empieza a construir parques, o a tener que construirlos, en la gran ciudad, en medio de la marabunta humana y no en las zonas semideshabitadas de los suburbios. No tiene en cuenta –no quiere tener en cuenta– a quienes más y con más urgencia necesitan los parques: los niños de los barrios pobres. Le trae sin cuidado la realidad social de los barrios pobres, y donde antes había sido un detallista obsesivo, un embellecedor de Nueva York, ahora era un constructor obsesionado con acabar los parques de prisa y corriendo. No es lo mismo imaginar obras de ingeniería potente para sitios grandes y despoblados, que hacerlo para zonas densamente habitadas que requieren construcciones más humildes. Ese no era el talento político de Moses. Era lo otro: arrasarlo todo para imponer su ego en la ciudad.

El programa gubernamental del “urban renewal” o renovación urbana, entendido por Moses, dio como resultado, en palabras de Caro, “que el programa de eliminación de los barrios bajos estaba limpiando no sólo esos barrios, sino agradables zonas residenciales (…), y no estaba construyendo nada para sustituirlos”. Vemos con especial terror lo que hizo Moses con la renovación urbana en el capítulo “One Mile”, sobre el estado de una de las millas del Cross Bronx Expressway. Da la medida de su crueldad. Una excelente lectura complementaria (mucho menos ambiciosa pero reveladora igual de los desahucios masivos y planificados de Moses) es El puente, de Gay Talese, trepidante crónica sobre la construcción del puente Verrazzano-Narrows, en Bay Ridge, donde vemos, con detalle, las dificultades y los peligros para los ‘trabajadores del hierro’, como se autodenominan ellos, de estas magnas obras de ingeniería. También vemos lo poco que le importaban estos aspectos de la vida laboral a Moses, ni las vidas de la gente desahuciada por el bien de un puente a mayor gloria de Moses.

Caro teje el inmenso tapiz de fondo en el que se desarrolla la vida de Moses. Los detalles que da, las digresiones que ofrece, a veces largas, otras más cortas, siempre fascinantes, para contextualizar los detalles de la personalidad de Moses, para que comprendamos mejor su manera de ser, para que ese hecho quede bien engarzado en el conjunto de una personalidad difícil, son algunos de los hechos que justifican que se califique The Power Broker de biografía total. No es lo mismo decir que era agresivo, a trazar una línea genética de arrogancia y egolatría que va de su abuela a su madre que, sumadas al poder, hicieron de él, en ocasiones, un ser despreciable con el que trabajar era poco menos que una entrada gratis a la depresión más profunda. Como tampoco es lo mismo decir que Paul, el hermano de Moses, era un seductor, que decir: “Pregunta por Paul a una docena de señoras mayores que no le han visto desde que eran jóvenes, y una docena de caras arrugadas se iluminan con sonrisas casi involuntarias al recordarle”.

Aunque ya lo había mencionado en algún pasaje anterior, Robert Caro incide en el genuino racismo de Robert Moses, racismo que se acaba traduciendo en hechos fácticos de su obra pública, en el gasto y en el tipo de obra que le dedicaba a los barrios de comunidades no blancas. Ya podría no haber dicho nunca ninguna palabra peyorativa sobre gente distinta a él, que sus obras, elocuentes, hablarían por él. Los datos hubieran bastado, como para evidenciar el racismo de Robert Moses, para evidenciar asimismo el trato condenatorio que reservó para su hermano mayor. Pero Caro no sólo enuncia: sube la temperatura de sus palabras, el tono de amargura, hasta crear una atmósfera de familia quebrada, de traición y cobardía, de intereses y deshumanización, hasta conseguir estos pasajes de temperatura melviliana.

Robert Caro se adentra aún más en los recovecos íntimos y privados de Moses, en un capítulo espléndido, “Two Brothers”, para que comprendamos mejor la dualidad hombre público/hombre privado, y cómo se relacionan de manera simbiótica. Moses condena a la pobreza total a su hermano mayor, Paul Moses, creando en él, como digo, un poso de amargura y odio que habrían de agriar su carácter alegre hasta el final de sus días. Este capítulo, en sí mismo una obra maestra, demuestra una vez más que Caro es un maestro del tono y de la atmósfera, y que para entender al biografiado a veces hay que alejarse y coger perspectiva.

Como también esplende el capítulo llamado “RM” para entender los fastos, la tendencia al exceso faraónico al que era dado Moses. El vicio de la ostentación estaba en él por puro capricho, sí, pero también para orquestar una esfera de cristal en la que sus invitados, algunos de ellos con conexiones que le interesaban, no pudieran decirle que no. Contándonos eso, el despilfarro grosero del dinero público, los comportamientos dictatoriales de Moses, sabemos hasta qué límites llegaba el lujo, pero, sobre todo, cómo eran él y sus invitados, cómo funcionaban los acuerdos políticos que permitían la concesión de tal o cual obra pública, ignorando el coste social y emocional de los habitantes de la zona afectada, y cuánta corrupción disimulada había en un tapiz de politiquería municipal. En el capítulo “The Ax Meat”, también se ve: describiéndonos las carreteras que construyó en medio de NY, y comparándolas con las de otros grandes imperios, vemos el tamaño de su delirio.

Releer capítulos como quien relee sus cuentos favoritos es otra de las grandes alegrías que nos depara The Power Broker.

(El único autor que se le puede parecer un poco en castellano es Rafael Sánchez Ferlosio. En su afán por abarcarlo todo y con su talento para la circunstancia y el contexto, los dos autores lo pintan todo para que destaque, en contraste, el detalle. (Aunque también es verdad que Ferlosio nunca se ha embarcado en un proyecto de la envergadura y el cauce de Caro). Caro demuestra que la hipotaxis también se puede dar, y de qué manera, en inglés, y que a veces, como en Ferlosio, la digresión es necesaria para que, al volver al tema central, vuelvas con más conocimiento y contundencia. Es más: su atención al detalle y al contexto es una deferencia al lector; es una manera de acercarle la realidad, la pintura de la realidad).

En el capítulo “Point of No Return” hace una descripción de lo deteriorados que están los trenes de Long Island, del Long Island Rail Road system, por falta de financiación, lo depauperado que está, y, sobre todo, lo que implica para los que hacen ese trayecto cada día de sus vidas para ir a trabajar. Luis Goytisolo hizo lo mismo en Antagonía, esa larga novela metanarrativa y global, pero se quedó corto en su uso de esta imagen como representación de los sufrimientos de la clase obrera. Caro se extiende más y con más salvajismo en las implicaciones del trayecto largo, y de cómo estar forzado a hacerlo así, de esa manera, no es casualidad. Que es lo grave.

Otro de los gestos de obra magistral es el dar la explicación más complicada que hay: aquella que no existe. Lo apuntaba antes al mencionar su actitud como candidato a Gobernador. En las páginas y en la investigación que le dedica al Cross Bronx Expressway, una autovía que destrozó todo un barrio, vemos que no hay justificación ninguna, que todas las evidencias demostraban que se tendría que haber construido de otra manera y cruzando otras áreas de la ciudad, pero no: él, Moses, por cabezonería y arrogancia de tirano, impuso el lugar. Porque sí. Y que Caro diga esto es arriesgado porque suena a una no explicación, cuando, en realidad, las cosas, a veces, funcionan así. Son muy simples en su tragedia.

Prefigura el macartismo en veinte años, Moses, acusando a gente de comunistas para desacreditarlos públicamente, y las fake news de hoy también eran práctica común en su tribuna. Caro las describe así: “Y si no contenían ninguna verdad [unas declaraciones], estaban tan entretejidas con medio verdades y estadísticas desorientadoras que desentrañar los hechos de la ficción sería una tarea casi imposible”. Moses, precursor de presidentes.

La valentía de escribir así sobre alguien como Moses –exponiéndolo– es algo que no se ha mencionado a menudo cuando se habla o escribe sobre Caro. Moses iba a la prensa a maldecir a sus oponentes, a sus tímidos, dubitativos críticos, en un gesto de venganza anticipada para tenerlos sojuzgados, en un chantaje inmovilizador. Y enfrentarse a eso es un reto.

Pudimos darle el Nobel a Harold Bloom o a George Steiner, pero no lo hicimos. Aún estamos a tiempo de dárselo a Robert A. Caro, por favor. Además, le haríamos un favor a nuestro idioma traduciendo este libro. Sólo enumerar lo que hace ya es elogiarlo. Llevas tanto tiempo leyéndolo, es tan largo y digresivo que se pueden intercalar lecturas, se acaban intercalando pese a lo dicho al principio, y así te acompaña este libro durante tanto tiempo, que acabarlo, por fin, es toda una emoción. Una auténtica despedida.


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