Se juntaron e hicieron bien
Pablo Neruda dijo en sus Odas elementales que el cóndor era una ave coronada por la nieve. Ahí en las alturas, el pájaro majestuoso sobrevuela el paisaje chileno con, me gusta pensar, instinto protector y paternal, por un lado, y con su irrefrenable e implacable instinto asesino, por otro.
Pero El Cóndor, con mayúscula, es en esta película una fortaleza, y nada tiene que ver con las aves de los cantos nerudianos. Western americano gestado, pues, en 1970, bajo el visible influjo del spaghetti italiano, El Cóndor reúne a Lee Van Cleef, que acabaría convirtiéndose en uno de los grandes iconos del spaghetti western, y a Jim Brown, que a su vez acabaría convirtiéndose en uno de los grandes iconos del cine blaxploitation, tan en boga en los setenta. No hay, aunque pudiera parecerlo, duelo interpretativo, porque, a diferencia de Leone, que sabía explotar bien los recursos de sus actores y actrices, John Guillermin, director de El Cóndor, le pide tal vez demasiado a su actor. Van Cleef interpreta a un borrachín atontado pero simpático que, al enterarse de la existencia de un suculento tesoro celosamente guardado en la fortaleza, decide aliarse con Jim Brown, ex presidiario, para conseguir parte del botín (o el botín entero). Sus caras de estupor y alegría desmedida y saltarina no transmiten nada creíble. En cambio, lo que a veces se llama “underplay”, que es un modo de actuar comedido y recatado, es lo que mejor hace, con más naturalidad hace, Lee Van Cleef. De esta manera pudo dar vida al entrañable y justo Douglas Mortimer, en La muerte tenía un precio, y al terrible Sentencia en El bueno, el feo y el malo, como ha señalado Juan Gabriel García en el libro colectivo ¡Clint, dispara!. La Trilogía del Dólar de Sergio Leone.
Violenta película repleta de tiroteos y explosiones, de escenas de acción, El Cóndor es, de hecho, una gran ‘Buddy Movie’ en la que vemos las aventuras y desventuras de dos amiguetes. Cuando se conocen, traman, aunque por diferentes motivos, el asalto a El Cóndor. Por suerte, Lee Van Cleef es el miembro adoptivo, por así decir, de una tribu de indios (ahora nativos americanos, que la verdad es que tiene más sentido y se ciñe más a la realidad), con los que contarán, pues, para mejor conseguir sus propósitos. Ese es el pretexto.
La escena del asalto a la fortaleza es lo mejor de la película, junto con su argumento, de por sí intrigante. Guillermin alterna tres secuencias, dilatando el tiempo, estirándolo como un chicle, hasta culminarlas con una ensordecedora explosión final. Por un lado, los asaltantes trepan, sigilosos como hormigas, el muro de la fortaleza; por otro, tenemos a la mujer de la película desnudándose con toda la parsimonia del mundo para distraer –cómplice-, al tercer elemento en cuestión: la guardia. Planos cada vez más cercanos de los asaltantes, de la guardia, de la mujer: guardia mujer asaltantes; asaltantes mujer guardia: y nosotros, con los ojos enormes y expectantes. (De hecho, la horda de asaltantes mudos recuerda a Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954): esa masa silente de insectos devoradores, preñados de un tranquilo y callado peligro, puntos lentos que avanzan sin parar, al asalto). Paralelamente, se insinúa la música por entre las escenas, inoculándoles una nueva personalidad, hasta que todo, al fin, explota. De nuevo, la dilatación del tiempo en esta escena, y la estructura tripartita de la misma (en este sentido de alternar planos de tres realidades o momentos distintos), es donde más se evidencia el papel (haroldbloomesco) de ‘poeta fuerte’ de Sergio Leone. (Pienso en el triello o duelo entre tres del final de El bueno, el feo y el malo). El director romano, aquí, ya había dirigido la mayor parte de sus westerns, y su estilo y su poética estaban bien enraizados en el imaginario colectivo. Ya había dirigido su Trilogía del Dólar y Hasta que llegó su hora. Le faltaban, para completar su obra, Agáchate, maldito y Érase una vez en América. Así, el marchamo Leone ya se veía claramente en la obra de sus contemporáneos.
Sin ser una gran película, El Cóndor te sume en un gozo y en un disfrute verdaderamente tonificantes. Tiene escenas de explosiones y tiroteos (escenas, pues, de acción), rodadas con talento y sentido del ritmo. Y un final (bastante) inesperado que no deja indiferente. Solo un detalle: plano general de Lee Van Cleef, solo, rodeado de restos de cosas rotas y aún crepitantes.
Además, las localizaciones inmejorables y un guión atractivo e imantador, y el inteligente y discreto uso de la música, pueden más, por otra parte, que los dos contrapuntos negativos que le veo a la película: la escasa iluminación y la (ya mencionada) mala interpretación de Lee Van Cleef. Así, por su buen ritmo, su argumento y la buena dirección de Guillermin, la película es un muy grato y recomendable descubrimiento.
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