No te servirán langostas así en Maine
Lo que
recuerdo de Tigerland es que fue la
primera película que vi solo en el cine. También, que era la primera vez que
veía algo de Colin Farrell. Por suerte, se quitó de encima esa cansina imagen
de chico malo, y ahora, en Langosta,
demuestra ser un actor capaz de, conteniéndose, profundizar en los matices de una
compleja personalidad perseguida en (y por) un mundo absurdo.
En Langosta la soltería es punible. Su personaje entra en un balneario para encontrar pareja en 45 días. Si fracasa, lo convertirán en un animal. Por otro lado, fuera de esta institución, en medio del bosque, las relaciones de pareja están
censuradas y perseguidas por una comunidad rebelde con el mismo celo que la
soltería en el balneario. En este terreno juega la película.
El primer
golpe de la película es que la salida al bosque no es la ansiada felicidad que
esperábamos. La oposición entre esos dos mundos o escenarios es ilusoria: los dos están tutelados por un credo igualmente fanático. Pero cuando Farrell llega al bosque y conoce a Rachel Weisz, empiezan las contradicciones y las convenciones impuestas empiezan a resquebrajarse.
A consecuencia de esas estructuras represoras, las emociones de
los personajes están contraídas hasta niveles de semicongelación, aherrojadas
debajo de su piel. Todo está como detenido. Yo diría, en este sentido, que la casi total falta de
empatía es el protagonista mayor de la obra. Farrell destaca en este mundo de
emotividad congelada como el tuerto en el país de los ciegos. Su ceño
permanentemente fruncido, su peinado de escolar introvertido y sus maneras
apocadas, frías y distanciadas de sus semejantes son todo un festín de calidez
y amor humanos en comparación con los otros seres que habitan ese mundo de
solteros perseguidos, de parejas clandestinas. Su parquedad
al hablar contrasta con sus ganas de amar y por tanto de comunicarse. Su
emotividad miniaturizada (lástima que esta palabra carezca de la fuerza que
tiene su equivalente en inglés, ‘dwarfed’), despunta, casi a su pesar, en ese
mundo de opresiones.
La ambigüedad moral de los personajes llega a ser desquiciadora: Farrell es humano pero capaz de matar, y Léa Seydoux, líder de los rebeldes del bosque, está deshumanizada pero visita a sus padres en la ciudad y se conmueve ante sus conciertos de guitarra clásica. Su personaje, de todos modos, queda algo desdibujado al lado de los otros. No tiene la fuerza que le presuponemos a un personaje de su relevancia en la estructura paramilitar que habita los bosques, y, aunque juega un papel decisivo, palidece al lado de Rachel Weisz o Colin Farrell. Yorgos Lanthimos ha orquestado un mundo en el que temas como el amor, el miedo, la represión y la autorrepresión, la ternura o la soledad quedan expuestos con crudeza en ese panorama de convenciones absurdas. (He visto dos derrames de ternura en el cine reciente: la escena del dedal en Deuda de honor, de Tommy Lee Jones, y aquí, en Langosta, la del juego de adivinar objetos en penumbra).
La angustia de saber que el amor no se da con naturalidad está presente en las expresiones faciales de los personajes y en la puesta en escena de Lanthimos.
Su trabajo recuerda a la composición helada de Kubrick (el plano fijo del
pasillo del balneario, la perfecta simetría de las puertas, el punto de fuga y la mujer con la pierna
ensangrentada recuerdan a El resplandor); y el plano fijo enfatiza la inflexible rigidez y estrechez de miras que cruza y une, como
puntos de sutura, las dos partes de la película. Y el sentido del humor, violento y lleno
de astillas, añade absurdo al absurdo. También domina Lanthimos el fuera de campo como
hacía Carlos Vermut en Diamond Flash,
sin que esto sugiera, aclaro, guiño o influencia alguna. El fuera de campo es
impresionante en la escena en que entrevistan a Farrell al inicio de la
película, o en la de la habitación de los encargados del balneario cuando ven cómo se desvela la hipocresía de su festejado amor. Otro ejemplo: nos enseñan cuál es la
consecuencia de coquetear en el bosque: bocas mutiladas. A eso se le llama beso
rojo. Nos dice la narradora, Weisz, que no quiere ni imaginarse el castigo que
recae sobre la pareja que ha sido vista haciendo el amor. Pero nos da el nombre: el coito rojo. También
como Vermut, Yorgos Lanthimos apela al espectador creativo para que complete su
película. Nos hace copartícipes de su visión del mundo, esperando que rellenemos sus elipsis.
La ciencia
ficción sin efectos especiales o con muy pocos medios puede ser horrible (como Segon Origen o Los últimos días), o puede ser un logro artístico de altura como Langosta, Her, o, en menor medida, Coherence. Toda la parafernalia cienciaficcionesca
está aquí vaciada en aras de una puesta en escena intencionadamente depurada,
como la expresividad de los personajes.
La última
escena de la película recuerda mucho, por su composición, a la primera de Pulp Fiction. También es reveladora de
la empatía moribunda, pero aún viva, de Farrell. Es capaz de plantearse lo que
se plantea por amor, por estricto amor a la mujer que ha conocido en el bosque. Libre de convenciones, libre del espanto de su entorno –no es inocente la ceguera final- crece un amor. Su decisión es esperanzadora, cuestiona, desafiante, todo lo que le rodea, y nos empuja hacia el interior de aquel verso de J. V. Foix: “És quan dormo que
hi veig clar”.
A mí no me engañas: a ti te gusta "dwarfed" porque te remite a ilusorios mundos fantasiosos que son, aunque lo niegues, de tu indomeñable predilección. "Miniaturizada" es una palabra más larga, y tiene algo entrañable, y es española, y, por tanto, es mejor.
ResponderEliminar"Dwarfed" es más corta, así es. Su fuerza, por tanto, está contenida en la escasez cuantitativa de sus letras. Es más consecuente consigo misma.
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