Luis Buñuel, ángel exterminador
“A ello se sumaba en mí cierto instinto negativo,
destructor, que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora”.
Mi último suspiro, Luis Buñuel
El
ángel exterminador – 1962
Las élites al desnudo:
así es como las vemos en El ángel exterminador.
Incapaces de salir de su burbuja, de ese ambiente cerrado, claustrofóbico y
endogámico en el que nacen, en esta película vemos a las élites en toda su miseria, reducidas a su “condición
zoológica”, como dice Román Gubern en su Historia
del cine. Encerrados, los personajes involucionan hasta un primitivismo salvaje que los
delata como lo que en el fondo son: bárbaros. Esa parece ser la mirada de
Buñuel, y quizá por eso sea él mismo el ángel exterminador que sirve de título a la
película. Con sus brotes de irracionalidad, alucinaciones y extrañeza, la
película se convierte en una inclemente crítica a la cerrazón de esos mundos
privilegiados, alejados de la realidad. Como en High-Rise, Los odiosos ocho o Perros
de paja, por citar sólo algunas, los personajes llegan al límite en una casa que
no está cerrada pero de la que no pueden escapar. Y esta vez el peligro no es una amenaza
exterior, sino su propia, y homicida, naturaleza humana. En ese sentido Cube está más cerca y es ahí donde más
perturba: no quiere tranquilizarnos con la presencia de una amenaza exterior.
La cámara se adecua a unos ritmos repetitivos. Hace
movimientos innecesarios, siguiendo a personajes en sus casi imperceptibles
cambios de posición en escena. Y se enfocan desde distintos puntos de vista
algunas escenas, creando la sensación de estar en un bucle. Sensación que se
refuerza al final de la película cuando vemos a los supervivientes entrando en
la iglesia, y, una vez dentro, acabada la misa, de nuevo surge la alarma ante
la inexplicable imposibilidad de poder salir.
Se puede, en ese sentido, leer la película en clave cercasiana: tiene un punto ciego. No sabemos qué fuerzas les impiden salir, ni a las autoridades entrar. Dijo Román Gubern que “cine traumatizante es el de Buñuel, cine de revulsión, que al trabajar en los estudios franceses, con técnicos y actores excelentes, pierde en su refinamiento algo de aquella fuerza telúrica que exudan sus exabruptos mexicanos”. Las películas ásperas de su etapa mexicana corroen por violentadas, por brutas. El cine de Buñuel es austero. Es un cine exfoliado, que no quiere afilar el esteticismo de sus planos: está demasiado pendiente de otras cosas. El inclemente e inmisericorde Luis Buñuel.
Robinson
Crusoe - 1953
Puede sorprender esta
adaptación. El personaje de Robinson Crusoe encarna actitudes confrontadas: por
un lado descree de la civilización occidental, de su barbarie y de su codicia,
pero, por otro, domestica a Viernes, convirtiéndolo en su criado, en un claro
ejemplo de colonialismo que no se aleja mucho de esa barbarie que repudia, ni,
por otra parte, del salvajismo antropófago de las tribus locales que a veces
llegan a su isla. Hay un par de momentos en la película, que no es la más floja
de Buñuel, ni la más alejada de su poética, que sí se acercan a su enfoque
particular de la religión. Robinson sube a una de las colinas de su isla
desierta a declamar pasajes de la Biblia que se repiten, multiplicados por el
eco, sin encontrar a nadie que los escuche. Parece como que no hay más respuesta que la de uno mismo. También,
Viernes, con una lucidez nada inocente, cuestiona algunos dogmas de fe sin que
su amo pueda ofrecerle ninguna respuesta satisfactoria. La incursión en lo
onírico es otra de las constantes reconocibles de Buñuel que también tienen su
momento en la película, aunque de manera mucho más tangencial que en otras: la
alucinación en la que Robinson ve a su padre, y la alucinación auditiva en la que oye,
cree, a sus amigos emborrachándose felizmente con él. Antes de verla imaginaba
que llevaría la novela a su terreno, que intentaría modificar o condicionar los
rieles principales del relato, pero no. Y esas secuencias oníricas no tienen el
peso que tenían en sus otras películas. Al principio, cuando la voz en off
tiene mayor importancia, vemos el uso inteligente que hace de ella. Complementa
la soledad del personaje, interactuando con él, colaborando con lo que vemos en
pantalla. La irresuelta pulsión sexual del personaje se deja ver en la mirada de
Crusoe al espantapájaros femenino, y en su enfado al ver a Viernes
inocentemente vestido de mujer. Podría haber tirado algo más de ese hilo para problematizar el relato como hubiera hecho todo buen ángel exterminador.
Él
– 1952
Contundente mazazo al
machismo, a la intransigencia más cerril, a las miserias íntimas de la vida
conyugal. El personaje principal, soberbiamente interpretado por Arturo de
Córdova, es un animal cegado por su inseguridad, por su desconfianza, por su
paranoia, por sus celos enfermizos que desembocan en vejaciones y en violencia
física. Representa el lado oscuro del amor. El lado más oscuro del amor. La
iglesia, como es habitual en el cine de Buñuel, quien dejó de creer en sus
dogmas a los catorce años, según dice en Mi
último suspiro, adquiere una actitud perdonadora que la hace culpable. Y vemos, sí, otra
incursión más en la imaginería de las alucinaciones que atormentan al
personaje principal en la escena de la misa. Siempre los sueños en Buñuel. Los
sueños o las ensoñaciones mortificantes. Gran parte del cuerpo central de la
película es un flashback, recurso que le sirve para ilustrar, con detalle, el
progresivo horror en que se convierte el matrimonio de Gloria, también
soberbiamente interpretada por Delia Garcés, para que veamos cómo el
totalitarismo estatal tiene su equivalente doméstico en la relación de
subordinación que le impone la mente machista, enloquecida y
fanatizada, del marido. El uso de la música, también al final, contribuye a
tejer este panorama desquiciador. Buñuel se erige de nuevo en inclemente ángel
exterminador. El andar bamboleante del final de la película, que nos llega con
un muy tranquilo plano general, hace que dudemos, o directamente descreamos, de la presunta recuperación del
marido. Por otra parte, no solo la iglesia y el machismo reciben aquí su
condena: también la familia entendida como institución. La madre de Gloria es tan culpable como la iglesia
de la situación de su hija: cree al hábil marido, que se acerca a ella para
lavarle el cerebro, para tergiversar los hechos, cobardemente, tratando de
conseguir acólitos para su cruzada antiadulterio. Pocas películas he visto en
las que la psique humana quede tan duramente retratada, tan visiblemente
expuesta. Otra excelente película sobre los celos
es Toro salvaje, de Martin Scorsese.
Pero por lo que tiene de indagación en la brutalidad humana, palidece al lado de Él. Y sobre el título de la película,
ambiguo y polisémico: tanto puede referirse al marido, a lo que para Gloria es
su marido, un mero pronombre, como a todos los fantasmas que imagina el propio
marido rodeando a su mujer. Siempre con un ‘él’ acechando en su mente.
La
joven – 1960
Rodada el mismo año que
El sargento negro, de John Ford, La joven comparte con esta película el
ser un potente alegato antirracista, como también lo sería, unos años después, En el calor de la noche, de Norman
Jewison. Los negros de Harlem de Lorca tienen su equivalente cinematográfico en
esta película de Buñuel, donde vemos a un músico de jazz huyendo de la sociedad
racista, retrógrada, que lo persigue, acusándolo injustamente de violación.
Rodada a medias entre unos exteriores playeros y el interior de una casa (¿no estaremos ante la precursora de las películas veraniegas que transcurren en alta mar?), los
pocos personajes discurren, parece, a espaldas del mundo. Buñuel sabe captar el
latente erotismo de unas piernas, convirtiendo el plano picado que, adulto, las mira, en la chispa que enciende la insania del adulto. La iglesia, como de
costumbre, no sale muy bien parada: le vemos
la doble moral que la caracteriza. No encontramos esas incursiones en el mundo
de los sueños, pero sí, en cambio, otra de sus constantes: planos muy cercanos de tarántulas, de
mapaches devorando gallinas, de conejos moribundos, de conejos muertos que
reciben balazos por accidente. Imágenes que violentan el apacible entorno
natural, que le dan un toque de extrañeza a la cotidianeidad. Como las elipsis en la narración. La conversación que mantienen los dos adultos, el blanco y el negro,
sobre su paso por Italia durante la segunda guerra mundial es el primer paso que
dan hacia la reconciliación. Pero no hay entente: si al final el blanco cede, si lo
trata bien y lo ayuda, es por interés propio, para ganarse el perdón de la
iglesia y seguir viviendo inmaculado, a pesar de lo que confiesa haber hecho. A
pesar de ser, él sí, culpable. Y la iglesia, representada por el reverendo moderadamente
racista, es capaz de perdonar lo imperdonable si se compensa con un buen
matrimonio religioso. Sin ser la mayor muestra del anticlericalismo buñuelesco,
la falsedad y la doble moral, tal vez de otros ámbitos, quedan igualmente
destruidas, como vemos, por el ángel exterminador el primer año de una década
que, como decía al principio, vería sucesivas muestras de humanismo
antirracista en cine.
Susana
– 1951
Empieza la película y
vemos a Susana encerrada en una celda. La presencia de un murciélago, de ratas
y de una tarántula, con su extrañeza y su fealdad, nos predisponen a entrar en
un mundo violentado, como si fueran el presagio de lo que ocurrirá. Prófuga,
Susana llega a la casa de un terrateniente. Calculadora, manipuladora, mentirosa, interesada, recurre al victimismo o a la seducción para conseguir sus fines, enfrentando a
los miembros de una misma familia para esquivar el presidio, para seguir donde
está. La mirada de satisfacción que tiene cuando ve que funcionan sus tretas
dice más de ella que las tretas en sí. La composición de los planos está muy
cuidada en esta película, como vemos en el padre nuestro rezado al son de la lluvia y los truenos de una tormenta. Y en el momento del enfrentamiento final entre la
señora de la casa y Susana, que es como decir entre el bien y el mal, escoge Buñuel un plano subjetivo contrapicado desde el punto de vista de Susana, para
que recibamos, con ella, los latigazos de la señora, la explosión de su ira
contenida. El aire simbólico de las últimas tomas exteriores, sin lluvia y con
un atmósfera de perdón, debilitan un poco la fuerza de la película, sobre todo
al ver la lectura que hacen los personajes de lo que ha ocurrido: todo ha sido como
una pesadilla. No sé muy bien dónde está la crítica de nuestro ángel
exterminador en esta película. En el hecho de que la carne humana es débil cuando se tienta? En lo malintencionado que se puede llegar a ser? Aquí hay un problema que se resuelve felizmente y ya está. Porque, si bien vemos
a Susana corrompiendo un núcleo familiar, nunca la llegamos odiar del todo. No pasa como con el Jaibo de Los olvidados. Hay
algo en esos primeros planos en la celda que nos acompaña y que nos recuerda que
ella también es o ha sido víctima de un trato inhumano.
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