Etiquetas

Mostrar más

Es que no sirvo ni para buscar trabajo

 

Toda mi vida he sido un fraude.

DAVID FOSTER WALLACE, Extinción

 

 

Buscar trabajo es dar palos de ciego. Buscar trabajo se parece a esos juegos infantiles en los que tenías que meter la mano en una caja forrada por la gracia de descubrir (y quedarte) lo que sacabas por azar. (También es posible que este juego jamás haya existido, pero sirva igual como ejemplo de aleatoriedad). Nunca sabes lo que te depararán las plataformas de búsqueda, el tipo de ofertas que encontrarás, y hasta las ofertas que sí son más o menos afines a tus intereses estarán descritas en unos términos tan imprecisos y confundidores que nunca te quedará muy claro nada, así que a lo que más se parece la búsqueda de trabajo –ya sí seriamente– es a la versión adulta de esa to-to-tómbola. Veamos por qué.

 

Hay varias maneras de buscar trabajo. La más común, supongo, es adentrarse en la proliferante oferta que crece en las plataformas de búsqueda tipo Infojobs, Indeed, Glassdoor, Trabajos.com, Infoempleo y un largo sinfín de parecidos atrapamoscas, y ver si alguna de las ofertas se te acerca, como una tímida mascotilla curioseada por tus llamados, y pueda haber algo de suerte. Linkedin, como red social para encontrar trabajo, es otra cosa pero en el fondo es lo mismo: tienes una larga lista de contactos que se pueden interesar por ti o te pueden recomendar algo que te pueda interesar –o a los que les puedes recomendar tú algo que les pueda interesar– y luego están las propias ofertas en las que te apuntas y alguna de ellas hasta se fija en tu perfil y habláis un poco y luego nada. Pero si, por alguna casualidad, te apuntas y tu candidatura pasa los primeros, arbitrarios filtros de selección y te llaman para una entrevista, verás que la descripción de la oferta normalmente tiene poco que ver con lo que te explican en esas primeras fases del proceso como también tendrá poco que ver el día a día del trabajo, si finalmente lo consigues, comparado con lo que te habían explicado durante el largo proceso de tu candidatura.

 

Así que la primera dificultad para conseguir trabajo ya viene de la propia oferta mal redactada. Y sabemos que tal cosa como ‘un trabajo’, tan mutable e inasible, no se puede reducir a dos o tres párrafos. Pero una cosa es eso y otra cosa es que todo quede esquematizado con vaguedades tan vaporosas que cueste hacerse una idea de en qué consiste, exactamente, el trabajo en cuestión, para que tú luego puedas afinar un poco más la búsqueda o tu presentación de ti mismo.

 

Todo ese cúmulo de ofertas que hay en las plataformas acaba por mecanizar tu búsqueda. Hay tanta urgencia por encontrar algo, y es tanta la prisa por pagar nuestros gastos, que desplazas tus propios criterios de preferencia, como que el trabajo te pueda quedar cerca de casa o, ya delirando, que te pueda gustar, en favor de adaptarte a lo que ves, con lo que te acabas apuntando a muchas ofertas y así la sensación de vacío aumenta. Ves tanto y es tanta la necesidad que buscas a destajo y la búsqueda así ni es específica ni acorde a lo que realmente te gusta. Eso es lo malo, que te subordinas a una oferta inabarcable e inconcreta. O inadecuada, porque hay muchas ofertas, sí, ¿pero en cuántas encajas?

 

Louise Glück dice que al final de su sufrimiento hay una puerta[1], pero al final de la búsqueda de trabajo nunca hay lo que realmente quieres. Nunca hay nada que se adecúe a lo que te gusta, a algo que se acerque de verdad a tus ilusiones, salvo en la autocandidatura (frustrante método de búsqueda sobre el que luego volveré). Algunas ofertas puede que se acerquen, pero nunca son lo que te gusta de verdad. Y en esas ofertas sueles ver, además, doscientos o trescientos candidatos esperando turno para lo mismo que tú. ¿Y en ese caso qué haces? En ese caso nada. Envías el currículum y ya está. A ver si gustas.

 

Al fin y al cabo, tú eres un objeto y te tienes que vender en la entrevista. Al final del proceso de búsqueda, cuando te apuntas a una oferta y llegas, por fin, a las primeras entrevistas, ya eres el departamento de ventas de ti mismo. Con tu currículum –específicamente aderezado para la oferta de turno– y su correspondiente carta de presentación, claro, como únicos reclamos para que el departamento de recursos humanos se pueda hacer una idea de quién eres. Para ver si te compran.

 

Un currículum y una carta de presentación son pequeñas autoglorificaciones donde recursos humanos sin duda encontrará la confirmación definitiva de un talento y una capacidad que hasta el momento desconocían. Son documentos pensados ex profeso para convencer, no una realidad que de manera natural convenza a alguien de algo. Así que estamos dándole carta de validez a algo que, en el fondo, no la tiene. Es, otra vez, un pacto de ficción: las dos partes creemos que esa hoja somos nosotros. Que estamos ahí bien representados. Sí, cierto, a algo tienen que aferrarse los departamentos de recursos humanos, pero qué esperan que digamos en esas cartas, ¿que somos unos vagos impuntuales que no queremos trabajar? Todos decimos una variante de lo mismo: contrátame, te intereso/me necesitas, promesa, esta última, cuya formulación ya depende del pudor de cada uno a la hora de escoger un tono u otro para presentarse.

 

Tampoco sabes nunca, además, si estás siendo demasiado detallado o no, demasiado prolijo o demasiado parco, y todo es tan arbitrario que no hay consenso alguno ni argumento de ninguna clase que te pueda servir como guía para saber cuánto decir. Quizá crees que extenderte en tus estudios y en tu experiencia laboral pueda ser útil, pero luego resulta que en la oferta de turno hubiesen preferido una carta que describiese tus motivaciones, algo personal que te defina más y mejor que una simple lista de estudios y trabajos anteriores. Es por azar que gustará o no tu carta de presentación.

 

Es enloquecedor pero nunca sabes qué puede hacer que consigas o no el trabajo. Es todo tan opaco, cada paso del proceso es tan turbio, que no puedes saber qué tendrías que haber dicho o hecho. Nunca sabremos nada.

 

Luego está el eterno debate (que nunca lo es, porque sólo una parte, que es la contratante, tiene el poder de decidir e incidir en la realidad), de si incorporar o no el sueldo en la oferta. Una búsqueda somera te permite ver que, las veces que añaden el sueldo, lo que hacen es poner un baremo, entre dieciocho y veinticuatro mil, por ejemplo, como si habláramos de una diferencia de cien o doscientos euros. Todo, dicen, depende de la persona candidata, de lo que se deduce que no se paga el puesto sino a la persona y que a una persona que habla cuatro idiomas le pagarán más que a otra que hable tres. Se paga a una persona que no conocen por unos méritos que dan por sentados. ¿Cómo creen que hace sentir eso? ¿Lo saben? ¿Se lo preguntan? Se basan en datos objetivos, pues, que ven reflejados en un papel, y no por lo que pueda aportar, con el tiempo, la persona al entorno y al trabajo en sí porque todo esto son apriorismos impuestos como si fueran una gran verdad.

 

Yo creo que como empresa tienen que pagar siempre lo máximo posible. Por deber moral. Si el baremo va de un mínimo de dieciocho (o menos) a un máximo de veinticuatro (o bastante menos), quiere decir que esos veinticuatro mil euros se pueden pagar, que la empresa lo ve posible. Y si tú, consciente de eso, ves que te pagan dieciocho mil quinientos, ya entras a trabajar con mal pie porque la empresa cifra tu valor en sólo un poco más que el mínimo (macabras palabras, estas últimas). Te sientes menos valorado y menos respetado. Si para trabajar de traductor técnico en una empresa de maquinaria pesada me dices que me pagas dieciocho por mi formación de letras pero que si viniera de alguna ingeniería me pagarías, por hacer el mismo trabajo, veintisiete (ejemplo real, por cierto), quiere decir que los apriorismos que mencionaba antes son, en realidad, un clasismo estructural que se impone ya en las mismas entrevistas como filtro, como limpísima selección natural. Por eso el sueldo tiene que ir ligado al puesto, no a la persona candidata a quien aún no se conoce.

 

Otros dirán que con todos sus estudios, con todos sus idiomas, merecen de entrada más sueldo que la persona que opta al puesto sin ese mismo bagaje. Es decir: ya tienen unas condiciones previas que justifican que cobren más, con independencia de cómo se desenvuelvan luego en el trabajo. Si veo que tienes dos carreras y diez años de experiencia, te pagaré más que si tienes una carrera y dos años de experiencia. ¿Por qué? ¿Qué justifica eso? Fácil: te trabajará mejor el de las dos carreras. Pero ¿lo sabes seguro? Parapetado tras esa elegante mesa de caoba crees que sabes lo suficiente como para decidir que X merece cobrar más que Y por un trabajo que aún no ha hecho, basándote sólo en lo que pone en un papel.

 

Ese es el criterio. A este grado de absurdo nos enfrentamos.

 

Yo, por ejemplo, tengo una carrera (de Humanidades) y un master (en Crítica y Comunicación Cultural). Y ¿eso qué significa? En realidad, no significa nada. ¿Quieren decir mis titulitos que, sólo por eso, por ese par de entradas en mi currículum, merezco más sueldo que la persona que tiene una carrera o no ha estudiado pero puede optar, por vocación y capacidad, a los mismos trabajos que yo? Para nada. No justifica nada. Pagad lo máximo, y luego decidís, con el día a día, si la persona trabaja bien.

 

Porque tu bagaje, lo que has estudiado o trabajado antes, ¿qué? Sí, a veces se necesitan unos conocimientos específicos (no querríamos ir a un dentista que no supiera hacer lo que hace), pero eso es una formación enfocada a un (único) trabajo, algo que si no tienes ya no postulas para ese puesto. Pero para trabajos en los que no se necesita una formación tan específica, como casi cualquier trabajo que requiera una formación humanística, el criterio de elección se convierte en algo mucho más vago e impredecible.

 

Además, son otros los motivos que hacen que trabajes mejor o peor, no la carrera o el master de turno. Repito aquí, en este artículo sin repercusión, que el sueldo debería ser siempre el máximo por respeto a alguien que va a dar tanto tiempo de su vida por algo que no es suyo ni será para él o ella. Si pueden pagar veinticuatro, que paguen veinticuatro, estarán haciendo lo moralmente correcto y así la persona contratada verá que hay un compromiso por parte de la empresa y trabajará, al menos desde el punto de vista del sueldo, contenta. Y si la persona contratada no se adapta o no trabaja bien o lo que sea, la empresa siempre tiene el recurso de hacer que no pase el periodo de prueba. Estamos hablando de situaciones en las que la empresa nunca tiene nada que perder.

 

Volviendo a lo que he mencionado un poco más arriba: las autocandidaturas son a la búsqueda de trabajo lo que el wishful thinking al pensamiento racional. En este tipo de búsqueda envías, sin que nadie te lo pida, un currículum, uno irresistible, con gran poder de persuasión, a un lugar de trabajo en el que te gustaría crecer, por adoptar jergas afectas al entorno laboral, y esperas que te llamen para concertar una entrevista. Bueno, bien. Y luego ¿qué? Luego nada.

 

La carta de presentación es importante en estos casos, más aún que en los otros métodos de búsqueda, porque el currículum por sí sólo no es suficiente para destacar entre la multitud: "Soy éste y me necesitas" (que después del desgaste de estas búsquedas esconde un "ya me da igual el trabajo y no me estoy creyendo nada de lo que me dices pero tengo que pagar el alquiler y por eso aceptaré lo que no tendría que aceptar").

 

No se pierde la ilusión (pero se pierde) ni la esperanza (pero también). Lo que pasa es que tus gastos te asedian y se convierten en la motivación más efectiva que hay para buscar trabajo. Lo normal, de todos modos, es que nadie responda a tus llamados, y lo malo es que la autocandidatura es la única opción que realmente se ciñe a tus gustos, a tus ilusiones, porque vas a lo específico, a lo que ya sabes que va contigo, que te gusta y que se trata de un ámbito en el que puedes estar bien. Es la acción directa. Sin embargo, es la más enloquecedora opción. Porque te enfrentas a la nada.

 

Una de las consecuencias, de las lacras, del trabajo o de la búsqueda de trabajo es que te hace creer, ese lento vía crucis, que eres un fraude. Porque sientes que algo haces mal. Que no encontrar trabajo es tu culpa. Que hay algo en ti que causa rechazo a los departamentos de recursos humanos, que tu actitud o es demasiado osada o demasiado apocada, que no te has formado lo suficiente, que te estás equivocando de ámbito o de manera. ¿Por qué los demás encuentran trabajo tan rápido y yo no? Y en las poquísimas ocasiones en las que alguien te explica por qué no pasas a la siguiente fase del proceso de selección o por qué no te cogen lo hacen con un mensaje tipo, despersonalizado, nunca con un argumentario específico para que entiendas tu caso, para que corrijas los fallos que hayas podido cometer y la próxima vez busques mejor. No hay nada. Y como no hay nada, algo tiene que haber: tú. Y la culpa recae sobre ti.

 

Cuando la verdad es que no tiene nada que ver contigo (a menos que uno tenga un currículum ofensivamente aburrido). No te llaman porque hay cientos como tú y acertar con el discurso que se espera de ti en las entrevistas es sólo y lamentablemente casualidad. Y no sabes qué prever o qué esperar porque no hay manera de saber qué actitud, qué palabras te conseguirán el trabajo y porque lo único que define los proceses de selección son la arbitrariedad y el nepotismo. Lo único que puedes hacer para conseguir trabajo es insistir e insistir por las vías existentes y hasta por las que existen pero están ya fuera de todo circuito y hasta diría que de toda lógica (como entregar un currículum en mano) y seguir insistiendo hasta la extenuación o hasta que alguna arbitrariedad por fin te dé a ti tu oportunidad.

 

Si las ofertas fueran más claras y la comunicación más directa, si los criterios de selección estuvieran destacados ahí, de forma preferente, en la oferta, y si no estuviera tan extendido el nepotismo, cuánto más fácil sería para todos encontrar trabajo. Todo estaría en nuestras manos y nadie más que a nosotros mismos podríamos achacarle la falta de éxito. Qué sencillo sería entonces saber lo que hacer para encontrar trabajo y tranquilidad.



[1] ‘At the end of my suffering there was a door’, es el verso original, tomado de El iris salvaje.

Comentarios

Entradas populares