La ciencia ficción y yo
Hubo un
tiempo en el que aún creía que la ciencia ficción no me gustaba. Unos prejuicios eficaces, militantes, me apartaron del género con esnobismo, hasta que, por suerte, todo cambió al leer Entre paréntesis, de
Roberto Bolaño. Encontré ahí un par de textos que hacían larga mención a
Philip K. Dick, autor que acabaría siendo para mí el descubrimiento seminal del género.
Sí, con
Dick empezó todo. Leí El hombre en el
castillo y me gustó, pero sin grandes aspavientos. Seguía releyendo los
elogios enamoriscados de Bolaño y decidí continuar con Dick. Leí Dr. Bloodmoney y ahí por fin se dio el
flechazo. Obra maestra indiscutible, y la mejor novela post-apocalíptica jamás
escrita. Los trazos autobiográficos –esa hermana que no ha muerto- y la
prodigiosa imaginación del autor, y el final que no desvelo hacen que prefiera
esta novela a cualquier otra del subgénero del post-apocalipsis. En mi texto
sobre Dune ya dije que Dick
cuestionaba la realidad. Pero no solo la realidad física circundante, sino
nuestra propia identidad, nuestro papel en el mundo, el hecho de si estamos
verdaderamente vivos o no. Es una ciencia ficción fieramente humana,
autobiográfica, transida por capas de filosofía revestidas del material
tergiversador que tanto nos gusta a los entusiastas del género. Es, por otra
parte, uno de los mejores prosistas que ha dado el género. A día de hoy he leído trece
libros de Dick.
Los segundos
en llegar al podio fueron James Tiptree y Cordwainer Smith, que son poco menos
que dos genios. Lo malo de leerles es que casi todo es menor o deslucido
después de ellos. Elevan la ciencia ficción al reino de la poesía, de una
poesía oscura y de recuerdo imperecedero. Tiptree, pseudónimo de Alice Sheldon,
es la exploración íntima, psicológica, introspectiva de sí misma. Cada cuento es una metáfora de sí misma, es un poema que
es una extensión de sus sufrimientos. Y en Cordwainer Smith vemos una sabia
crítica a la humanidad en unos cuentos que, encadenados, conforman una obra
maestra de más de mil páginas de ciencia ficción extrema, de poesía triste y
oscura pero emulsionada con la esperanza de un futuro donde el ser humano es
capaz de ver el fondo de sus errores.
Aquí ya
estaba encandilado sin remedio por los mundos irresistibles de la ciencia ficción. Lo diré con
un verso de Dylan Thomas: “These once-blind eyes have breathed a wind of
visions”. Exacto: notaba que mis ojos por fin respiraban un viento de
visiones, sí, ¡pero de visiones cienciaficcionescas! Descubrí que una de las
maravillas incontables del género es la cantidad de sub-géneros que tiene, la estimulante cantidad de hijos putativos del género, por así decir. En su blog, el
ensayista y especialista en el género Iván Fernández Balbuena subdivide, con
carácter historicista, los distintos géneros del género. Hay donde escoger.
Y fueron
llegando más y más autores que hicieron con mis humores lo que la primavera hace
con los cerezos, como diría Neruda. Joe Haldeman y su Forever war, novela antibelicista mejor que El juego de Ender, y que es, en mi opinión, una redonda obra maestra.
Hace años que Ridley Scott la tiene en mente. Me froto las manos, ahora mismo. Y
la novela corta Los jinetes de la
antorcha, de Norman Spinrad, que es un canto a la perseverancia. Un relato
triste y bonito. O H. G. Wells y su Time
machine, fascinante novela donde las haya. O Vonnegut y su agresiva
irreverencia en Las sirenas de Titán.
O Isaac Asimov y la conversación que tienen dos de sus personajes en la que es
su novela más famosa, Fundación,
sobre el desconocido origen de la humanidad. Y la lectura que ha espoleado este
texto, Chocky, de John Wyndham.
Inmensa lectura para siempre cautivadora. Son libros aislados, libros
anacoretas que, al margen de sus hermanos, de los otros libros de sus autores,
causaron un impacto, digamos, meteórico en mí.
Llegué tarde
pero llegué. Y como otro de mis grandes entusiasmos es la narrativa en
castellano de la segunda mitad del siglo XX, donde encontramos grandes dosis de
poesía, quise indagar también qué relación existía entre la ciencia ficción y
nosotros. Entre esos dos entusiasmos que habitan en mí. Mal asunto.
Creo que lo voy a decir: la mejor ciencia ficción la han escrito los norteamericanos. Hay otros
autores importantes, claro, como Stanislaw Lem,
Ballard, J. P. Andrevon, Arthur Clarke o el excelente autor de los Relatos del antimundo, George Langelaan,
pero nadie esplende como los norteamericanos en este género, ninguna tradición
es tan fuerte ni tan rica como la suya, y la calidad de su corpus
cienciaficcionesco realmente no tiene parangón.
Por otra parte y como
en todo, abundan también las novelas malas. Recuerdo una particularmente
escandalosa de Robert Heinlein, titulada Double
Star. Un espanto de libro. Lo malo es que parece que una mala novela de
ciencia ficción es siempre peor y más pesada de leer que una mala novela a secas. (Texto aparte merecerían las portadas de estas novelas).
De novela en novela y de cuento en cuento encontramos cargas de poesía que, cuando detonan, dejan
un rastro de perenne fascinación. Como dice
Quevedo: "Nada me desengaña, / el mundo me ha hechizado". Quevedescas palabras que
se adhieren bien a nuestro género.
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