Sobre dos escenas de Lucio Fulci
La
primera es, seguramente, la más famosa: un zombi y un tiburón se enfrentan bajo el agua, en
alta mar. No bailan pegados como los delfines de la cursicanción, no: luchan a
muerte tiburonácea o, en el caso del zombi, a algo que está más allá de la muerte. Hace años,
Pablo Muñoz dijo en su blog que en esta escena se daba la conjunción de dos iconos. Estoy de acuerdo. El zombi ya había irrumpido con
fuerza en el imaginario colectivo gracias a las películas de George
A. Romero, y, gracias a Spielberg, también los hasta entonces descuidados tiburones de la mar. Cursi pero cierto.
Pero antes que por esa síntesis de
mitologías populares, antes que por esa comunión de iconos, la escena es
importante por lo que tiene de festiva. Me explico: estamos ante un buen ejemplo de lo que
podríamos llamar cine lúdico-festivo. No tiene mayor pretensión que la de hacernos vivir un duelo, que la de convertir en imágenes aquel
deseo infantil, inocente, tan sin pretensiones de ver cómo luchan a muerte dos de nuestros titanes favoritos. La vibrante
pregunta sin respuesta de ¿quién ganaría en una lucha entre un zombi y un
tiburón? queda aquí ejemplificada a la perfección. Nos regala, o le regala a
esa parte de preadolescentes morbosos que perdura en nosotros, un fragmento de
ese universo de posibles pero improbables enfrentamientos definitivos. Esta escena
es eso: una fiesta. Un regalo a nuestros deseos primarios y antiintelectuales.
A la pulsión ilusionante de saber quién ganaría de entre nuestros iconos
predilectos. Y todo ello con unas tomas sub-acuáticas llenas de luz, de movimientos undívagos y azulados que invaden nuestras retinas alejadas del mar. (Ya dije que Zombi 2 era una de las más representativas películas veraniegas que transcurren en alta mar).
Este es Fulci |
La otra
escena está algo más resguardada entre las películas fulcianas. El crítico Sean
Gill dijo que era una escena gratuita, y tiene toda la razón, la verdad. La película es El destripador de Nueva York y la escena
en cuestión es un poco rara de describir. Tengo, para hacerlo, que retroceder
unos minutillos en la película y meterme de lleno en la escena anterior. Aquí estamos.
Vemos a una mujer sentada en la primera fila de un espectáculo erótico, bueno,
directamente pornográfico, que asiste progresivamente excitada a los rítmicos
zarandeos, digámoslo así, de la práctica fornicatoria que está teniendo lugar en el escenario. Se
masturba extasiada por lo que ve. Hasta aquí, bien. Es algo natural y bonito y
está bien que no se esconda.
Pero avanzamos un poco y llegamos
hasta la escena en cuestión. Ella entra en un bar. Se sienta. Dos tipos se sientan con ella, rodeándola.
Uno de ellos la masturba con el pie. Las muecas son de asco y terror. Así, esta
escena, por gratuita que parezca, funciona en realidad como parte de un díptico, como
contrapunto perverso y enfermizo de la anterior. Lo que en la primera era una
consecuencia lógica del hervidero hormonal que el espectáculo estaba provocando
en la entrepierna de la chica, se convierte ahora, en el bar y rodeada de
cerdos, en algo aterrador. Ella padece en sus propias carnes la contradicción
desgarradora del sexo. Ella, que lo disfruta con total impudicia, aprende en un
tugurio neoyorquino que el sexo es placer como también es o puede ser terror
traumatizante. Una cosa no quita la otra. Es un díptico sobre el sexo. Sobre cómo una cosa es una cosa y su contrario.
(Posdata: algún
día debería escribirse algo sobre la obsesión preocupante que sentía Fulci por
los ojos. Por, en concreto, el descuartizamiento de ojos).
Eso es todo.
Reflexión directa del "¿Y si...?" dentro de nuestras perturbadas mentes y certero análisis en la segunda parte de la entrada. Lectura amena e interesante.
ResponderEliminarGracias, Ki_Wi. Te gusta Fulci?
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