Otra película contranavideña y una sorpresa
Shelley
Winters, en ¿Quién mató a tía Roo?, está
loca. De remate. Sola en una habitación atestada de muñecos inquietantes, le canta,
en tono bajo y suave, a lo que ella cree que es su hija. Con parsimonia, la
cámara se acerca por la espalda para mostrarnos un cuerpo amorosamente arropado en la cuna,
pero momificado. Así empieza esta película de Curtis Harrington.
Antigua estrella
de cabaret, los restos sonámbulos de la Winters a los que asistimos se deben a
su viudedad y, por lo que vemos en sus alucinaciones, a la muerte accidental
de su hija. La otra cara de la moneda es una señora –una señorona-, que,
familiar, maternal, acoge en su casa a los niños de un orfanato todos los años por
Navidad. La película es una reimaginación de Hansel y Gretel: se centra en
dos hermanos, un niño y una niña, algo díscolos (en opinión, claro, de la directora del
orfanato, que es una señora horrible acuciada por su soledad y por su propia
amargura). De hecho, los niños llegan a la mansión de la Winters escondidos en un
carruaje, pues no habían sido seleccionados por el monstruíto de su directora
por no ser tan dóciles como su inseguridad laboral requería. Cuando Winters ve
a la niña, ve a su hija. Juegan, sobre todo el hermano mayor, con esa ventaja
para aprovecharse de su bondad. Si ya conocemos el clásico de los hermanos
Grimm sabemos más o menos cómo crece la historia, salvo por el final. El inesperado final.
La decoración
interior de la mansión es un cúmulo grotesco de muñecos, de fotografías, de
antiguos vestidos de gala, de trofeos, de los restos de un reconocimiento público ahora extinto.
Shelley Winters niega la realidad de su presente y sigue instalada en su
pasado, donde aún es madre. Conocemos no a Winters sino a los restos de una Winters que ha sufrido lo indecible. La decadencia y la sordidez están presentes en
todos los planos de la película. Así, consigue Harrington que la Nochebuena y la Navidad
sean los festejos irónicos de una realidad deseufemizada. La aspereza de los colores, la fotografía oscura
y la cantidad de objetos desolados, como esos muñecos intimidantes, recuerdan a
películas como La huella, de Mankiewicz, o a otra también posterior, algo posterior, como Trampa
de turistas, de David Schmoeller. Aquí lo contranavideño y la decadencia se
dan la mano entre la locura y la soledad.
En cambio, la
novela corta All seated on the Ground,
de la estupenda Connie Willis, es un alegre canto navideño, lleno de música y de esos motivos navideños, blancos, verdes y rojos, que todos
conocemos. El caso es que, como tantas otras veces, unos alienígenas llegan a
la Tierra. Estos, de todos modos, son aniñados y bastante monos y llegan a finales de
diciembre. Pero no hay manera de comunicarse con ellos. Meg, la reportera
protagonista de la historia, investiga la naturaleza de estos alienígenas, que se
están quietos, estatuarios y silentes, durante semanas, en medio de un concurrido
centro comercial. Lo único que consigue arrancarles un mínimo espasmo es el
hilo musical del centro, que, como es natural, emite villancicos sin parar. Quizá
hubiera sido mejor un final algo más desarrollado, pero nos deja un regusto
sano de festividades bien entendidas.
El habitual
sentido del humor de Connie Willis, su fresco y simpático humor, y su prosa
cristalina convierten el relato en una delicia para estas fechas. De las páginas de este libro se desprenden
unas agradables músicas, abetos decorados, copos de nieve cayendo blandos, gruesos
calcetines de lana colgando de la repisa de una chimenea encendida, ramitas de muérdago en toda su cualidad acogedora, y no pasa
nada si leemos el libro después de ver una de esas películas contranavideñas
que a veces comento, para así intercambiar impresiones con la otredad.
Comentarios
Publicar un comentario