Fernando Arrabal, director (Segunda parte)
Reaccionaria,
distorsionadora, deshonesta y lerda. Así es la descripción que hay en Wikipedia
de El árbol de Guernica, la siguiente película de Fernando Arrabal. Es para
llevarse las manos a la cabeza, cosa que haría si no estuviera tecleando, en
este mismo instante, estas mismas palabras.
En Viva la muerte veíamos el degüello real de una vaca mientras una
banda militar tocaba “Primavera”, versión falangista de una canción soviética
llamada “Katiusha”. Esto, que hoy estaría prohibido, no es gratuito: Arrabal
está muy por encima del épater le
bourgeois. En El árbol de Guernica,
su tercera película, volvemos a esa emulsión de lo social y lo individual de su ópera prima, con una Guernica en llamas, una corrida de toros con enanos
haciendo de toros y la desacralización constante del imaginario religioso. La violentación de la realidad está ahí para que salga todo lo que oculta.
La película es,
seguramente, la mejor que se ha hecho sobre la guerra civil. En el pueblo de
Villa Ramiro, imagen a escala de todo el país, vemos los pasos previos a la
guerra, la guerra en sí, y la represión de la inmediata posguerra. Con unas
potentes imágenes imbuidas de surrealismo, de Buñuel y de sus propias fantasías, Arrabal nos traslada al interior mismo de las pasiones de la guerra.
Imágenes blasfemas, irreverentes, iconoclastas. Imágenes que dicen el horror. Por otra parte, Arrabal entiende la música
como elemento diferenciador: es un significado más de la imagen, no solo acompañamiento
o realce emocional. Esto cobra especial relevancia en El árbol de Guernica, tanto con la música intradiegética como con la extradiegética.
Es una película
orgánica, compuesta por, además de la intrahistoria simbólica del pueblo (que
podemos hacer extensiva a todo el país), unas imágenes de archivo
estratégicamente colocadas en el transcurso de los hechos más significativos:
el saludo entre tiranos, el desfile de las tropas victoriosas, los bombardeos de la
Legión Cóndor. Son el correlato objetivo de las fantasías surrealistas que se
suceden, con las que Arrabal evisceró el pasado reciente de España. Son una concatenación grotesca, muy reveladora, de la
realidad española del momento. El despliegue de imaginería irreal es
el resultado del horror vivido por él cuando era niño: así metaboliza Arrabal el horror en una
película donde importa menos el argumento que su traducción en imágenes.
Como director, creo que
se ha podido ver, Arrabal es menos sofisticado o refinado que otros que
empiezan a despuntar en los setenta como Víctor Erice, José Luis Garci o Carlos
Saura, aunque éste ya llevara algunas películas a sus espaldas. Sus encuadres y
sus movimientos de cámara son menos significativos que en ellos, pero la
composición de los planos, heredera de Buñuel y precursora de Lynch (que
estrena Cabeza borradora en 1977),
tiene la consistencia y la textura del poema visual. Y si como director es
menos pulcro o menos delicado, en cambio como cineasta, como responsable de
orquesta, como el que maneja toda la urdimbre de una película, Arrabal es un
creador total. No veremos planos picados de vértigo, ni la fotografía otorgará
una textura particularmente reveladora a las imágenes, pero estaremos ante
obras maestras. En bruto, pero obras maestras. Por eso entiendo a Ebert cuando
dijo que El árbol de Guernica era “irregular
e indisciplinada pero inmensamente poderosa”. Arrabal está tan inmerso en el
torbellino de imágenes que le atormentan, en las imágenes que le suscitó el
horror de la guerra, que exteriorizarlas es más importante para él que
conseguir la refinería estilizada que encontraremos en, por ejemplo, Víctor
Erice. Dicho con palabras más directas: lo que tiene que decir Fernando Arrabal
es tan importante que no le importa descuidar un poco la forma. Algo parecido
le pasa al Alejandro Jodorowsky de El
topo, de 1972, otra gran muestra del cine transgresor de los setenta, y el
director que, no es casualidad, más se le parece, pese a que, en mi opinión, se
quede lejos del atrevimiento visual de las películas arrabalescas, y pese a que
sus logros tengan menos peso que los de Arrabal.
El cine español de los
setenta fue una explosión de creatividad. Un estallido heterogéneo que se
manifestó de muy diversas maneras, y cuyas raicillas estaban ya en algunas
obras de la década anterior. En los setenta tenemos muestras excelentes de
películas muy diferentes entre sí, de género y estéticas opuestas, de
sensibilidades e intenciones que nada tienen que ver las unas con las otras. Un
cine que se abre antes que el país que lo engendra. Pierde los complejos este
cine setentero, es atrevido y todoterreno. Se descoyunta, y, de repente, muta.
Joaquín Luis Romero Marchent y su nunca demasiado citada Cut-Throats Nine, Carlos Saura y su Cría cuervos…, José Luis Borau y Furtivos, Pilar Miró y El
crimen de cuenca, Jordi Grau y No
profanar el sueño de los muertos, Eugenio Martín y Pánico en el transiberiano, Eloy de la Iglesia y Nadie oyó gritar, de Iván Zulueta El arrebato, Víctor Erice y El espíritu de la colmena, Jaime Chávarri
y El desencanto, Perros callejeros, de José Antonio de la Loma, Queridísimos verdugos y Canciones
para después de una guerra, de Basilio Martín Patino, etc. Y entre todos
ellos está Arrabal, que, con sus películas bisagra, con sus creaturas amorfas, se
atrevió a drenarse.
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