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Lecturas que hacer al sol de invierno

1962
Por su dureza, por la sensación de asfixia que transmite, a Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, le encajarían bien, como epígrafe, los desgarrados versos de Miguel Hernández: "Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre". Considerada unánimemente una de las mejores obras de la literatura española del siglo XX, la fuerza de su estilo te atrae hacia sí a la vez que te repele su retrato de la realidad. Sin serlo, recuerda su atmósfera a las novelas negras más oscuras, como Crónica sentimental en rojo, de González Ledesma, o La rosa de Alejandría, de Vázquez Montalbán. Martín-Santos escribe sin piedad.

El protagonista de la novela es Pedro, el investigador. Poco importa el motivo de sus estudios; importa más lo que ocurre cuando se quedan sin ratas y deciden ir al tenebroso extrarradio madrileño a por más ratas. Ahí entran en contacto con un submundo prácticamente medieval. A resultas de ese encuentro pasa lo que pasa. Pedro cae. (Interrumpo aquí el resumen. Es mejor no estropear el final). Lo que puedo decir es que avanzamos por el libro como por los poemas de Nicanor Parra: echando sangre por la nariz.


Si leemos algunos textos sobre la novela, veremos que todos coinciden en la novedad formal que presenta, en la ruptura que significó respecto al realismo crítico imperante en la época. Es cierto. Para mí, es Vázquez Montalbán, en El escriba sentado, el que, con su inteligencia habitual, define mejor la relación fondo / forma en Tiempo de silencio: habla del impacto que causó este libro "en la conciencia lectora", y de que se podía ser "político en la intención y barroco en el discurso, porque en la relación forma y fondo nada hay escrito sobre la necesidad de escribir en tercetos el descenso a los infiernos de la Divina Comedia". Completamente de acuerdo. La elevada exigencia formal no está reñida con el entretenimiento (cosa que ocurre a menudo), ni con la denuncia social. Lo mejor de todo es que esta simbiosis se da de manera natural. Y es toda una lección: sintetiza el pensamiento y el sentir de dos tipos de escritor: el preocupado por la forma, por el lenguaje, y el que escribe con la intención de modificar la realidad. Ni siquiera el humor está ausente. Entre monólogos interiores entrecruzados, descripciones alucinadas (como la del final) y la mirada realista de algunas escenas, aparece, insospechadamente, un sentido del humor algo hiriente. El narrador se burla de algunos de sus personajes y hace que nos riamos de sus poquedades. A veces se apoya en la jerga científica para describir las cualidades mórbidas y flácidas de las carnes de una vecina. Y eso, entre tanta amargura, nos hace gracia.


Sucede algo curioso con Tiempo de silencio. Al adentrarnos en el libro nos vienen recuerdos de otros libros. La vida madrileña de los años cuarenta, la noche y los quehaceres habituales de un café de barrio nos hacen pensar en el Camilo José Cela de La colmena; los monólogos interiores nos remiten a Cinco horas con Mario (una de las mejores novelas de Delibes y otro de los grandes hitos del siglo XX); la impotencia ante las decisiones, generalmente absurdas, del estado, de las instituciones, nos recuerda a El proceso; el intelectual -representado en este caso por Pedro, el investigador-, ahogado por el peso de la Historia y el estado, nos trae a Galíndez, de Vázquez Montalbán; el personaje alemán que chapurrea el castellano recuerda al personaje alemán que chapurrea el castellano en El Jarama, de Sánchez Ferlosio; y uno de los gestos más bonitos del libro: el paseo de Pedro por Madrid mientras evoca a Cervantes y piensa en el Quijote y en lo lejos que estamos del genio de su autor y lo mal, rematadamente mal que vivimos todos.
Es posible que nadie más repare en estos parecidos. Es posible que reparen en otros. De todos modos, la lectura es un agradable paseo por la literatura.


Proclive a la frase larga y recargada, la prosa ejemplar, personalísima, de Martín-Santos, no es fácil de describir. ¿Personalísima? Sí, claro, pero algo más. Ejemplos:

"...las ensoberbecidas muchachas pálidas vestidas de negro que cuando es moda pintarse la boca, se pintan sólo los ojos y cuando es moda pintar los ojos, se hacen una bocas sangrantes, el humo de los cien mil y uno cigarrillos, la suma de la pedantería derramándose..."

o, ya en las últimas páginas:

"es agradable a pesar de estar castrado tomar el aire y el sol mientras uno se amojama en silencio". 

Amojamarse. Convertirse en mojama (atún secado al sol). Vaya imagen.

Lejos de hacerse pesado, lo barroco en su escritura es magnético. No podemos escaparnos de su embrujo.
Y sólo por este libro podemos decir sin miedo que Luis Martín-Santos es uno de los mejores escritores españoles del siglo XX. Unión enriquecedora entre fondo y forma, este es uno de esos libros que uno, simplemente, ha de leer.

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