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¡Sí a James Ellroy!


“Ellroy es capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada”. Eso dijo Roberto Bolaño en su reseña sobre Mis rincones oscuros, destacando por encima de todo la valentía del autor, su capacidad para escribir sobre sí mismo con la frialdad con la que otros describirían un combate de boxeo. En su último libro, James Ellroy lo ha vuelto a hacer. Como en sus memorias, no tiene ningún reparo en hablar mal de sí mismo ni en reconocer que es celoso, posesivo y autoritario, y admite sin pudor lo que otros callaríamos. Sin embargo, el parecido con sus memorias se reduce a eso: a la valentía que requiere escribir así sobre uno mismo. Su nuevo libro no es una secuela innecesaria.

Así como en My dark places el autor reabría el caso del asesinato de su madre tratando de encontrar al asesino, o tratando, más bien, de acercarse a su madre para conocerla mejor, en A la caza de la mujer, su nuevo relato autobiográfico, Ellroy se centra únicamente en su relación con las mujeres. Una relación siempre tempestuosa, condicionada por la ausencia de su madre, que lo lleva desesperadamente a buscar en ellas el consuelo y el calor que nunca encontró en su familia. En ellas busca el amor de su madre. En ellas busca algo que le redima de su pasado, de lo que él llama La Maldición –desear la muerte de su madre tres meses antes de que ocurriera- que le persigue convertido en un paralizante sentimiento de culpa: “Mi crueldad mental se afirmó temprano”.  Nada puede hacer para salir de ello. Drogas. Voyeurismo cutre. Prostitutas. Nada sirve. Todo es una permanente huida hacia delante en este relato, una búsqueda constante que le empuja “a la locura y la muerte”.
            Y ya que no pudo salvar a su madre, ya que, de hecho, se siente culpable por su muerte, intenta salvar a las mujeres de su propio sufrimiento, cuidándolas, siendo tierno con ellas. (A este respecto tampoco sorprende su amor por la poesía de Anne Sexton, poeta torturada y herida como él). Poco a poco vamos viendo cómo es James Ellroy –o cómo éste se ve a sí mismo-, a través del retrato que hace de sus mujeres. A través de una prosa agresiva vemos que sus miedos (comprensibles) son la soledad y el rechazo. Que es incapaz de mantener una relación mínimamente estable. Que es frágil y obsesivo y hermético. Que de cada mujer ha aprendido algo pero no lo suficiente como para desprenderse de la presencia abrumadora de su madre y ser feliz.
            Como memorialista, por otra parte, es posible que nadie haya ido más lejos que Ellroy. Con el ritmo trepidante de sus novelas nos lleva al fondo de sus horrores sin caer en la autocomplacencia, sin obviar los periodos humillantes o bochornosos de su vida, sin que nada le impida contarnos su historia tal como fue. No hay asomo de compasión en su mirada. En la escritura ha encontrado tal vez su mayor consuelo.
            Así, y aunque seguramente sea de manera involuntaria, con A la caza de la mujer Ellroy ha entrado a formar parte de una lista de autores norteamericanos que dinamitan el concepto tradicional de ‘familia’ entendida como pilar fundamental de la sociedad. En Estados Unidos, con esas casas usonian que tan bien encajan en el American Way of Life, aparecen autores que rechazan ese lugar común. La familia no es siempre un núcleo acogedor, feliz. A veces es el horror. Allen Ginsberg con Kaddish, Richard Ford con Wildlife, Jeffrey Eugenides con Las vírgenes suicidas, Jonathan Franzen con Las correcciones, David Vann con Sukkwan Island y James Ellroy con Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer acaban de una vez con esa idea. El resultado: escalofriante. 

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