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Solo se oía el viento por las calles


Jenn Díaz es dos años más joven que yo. Publicó Belfondo, su primera novela, en 2011, y ya va camino de su tercer libro. La descubro ahora. A veces pasa que uno llega tarde a sus autores. 

Belfondo es un libro de estructura libre como Compañía K de William March o Antes del futuro imperfecto, de Medardo Fraile, donde no se sabe muy bien si estamos ante un libro de cuentos o una novela: se cuestiona constantemente ese límite, el libro entra y sale de su propia lógica interna. (Aunque parece que en ese sentido se desborde, Jenn Díaz, con todo rigor, evita que quede ningún cabo suelto).

Belfondo es un lugar imaginario pero sugerente, misterioso, dotado de una atmósfera casi legendaria. En el relato hay una fuerte sensación de abandono, de desamparo, como si los personajes hubieran sido arrojados a la soledad de ese pueblo. Un pueblo donde nadie, nos dice la narradora en la primera página, sabe leer ni escribir, salvo el profesor. La narradora nos acerca a la vida de sus personajes, que, como dice Serrat en “Barcelona i jo”, del disco Material Sensible, “viuen vides petites en petits mons de formigó. Así pues, estamos ante una mezcla de todo, ante un catálogo, por así decir, de vidas inanes, desangeladas y tristes que se entrecruzan a menudo y se cuestionan pocas cosas, pase lo que pase. (Pienso en el extravagante caso de incesto). La narradora crea las coordenadas necesarias para que lo irreal se nos aparezca como perfectamente verosímil y por tanto creíble. Crea un marco en el que tanto nos creemos lo rutinario como lo que no lo es. Damos por sentado que en Belfondo ocurren cosas que no pasan en lo que llamamos realidad. Eso es talento.

El amo es en mi opinión la figura central de la narración. Recuerda, en su papel de déspota, al insensible patrón de la novela Escuela de rebeldía, de Salvador Seguí. En la página 41 nos dice la narradora que en Belfondo no hay ni iglesia ni cura ni dios. No hay que preocuparse. Tenemos al amo. Un amo omnipresente y controlador que se regodea en el privilegio de su jerarquía. No hay relación directa con el retrato anarquista que hace Seguí de la patronal, pero estamos ante la misma impune crueldad. Si en el libro de Seguí la patronal era una organización totalitaria capaz de matar a los trabajadores ilustrados, aquí el amo –el patrón- ejerce su autoridad con menos medios y menos violencia pero con la misma intención: tener al pueblo sometido y adormilado para conservar su cargo. La narradora, sin decir, dice.  

Respecto a los personajes, hay un repaso sucinto de lo que hace cada uno, de cómo es cada uno, como quien cuenta de oídas.  Así, escrita con una prosa vigorosa, y con unos personajes de nombres imaginativos, la novela es menos una indagación en los personajes, en sus personalidades, que la inmersión en un submundo neblinoso, que la creación de una atmósfera particular que va desplegándose y creciendo con cada cuento o capítulo o pieza.

El único reparo que se le puede hacer al libro es uno que no deja de ser injusto. Creo que si, en lugar de ese final abierto, liberador, hubiera escogido un final más duro, donde las cosas acabasen peor de lo que estaban, Belfondo hubiera sido una lectura verdaderamente perturbadora, cosa que no es (porque, por otra parte, no quiere serlo). La diáspora del final es inesperada, y algo precipitada. Y todo el clima opresivo que ha ido tejiendo a lo largo de las piezas, personaje a personaje, se borra de golpe en favor de una vida nueva, con lo que el peso que Belfondo, como pueblo perverso, ha tenido hasta ahora, desaparece. Como si el esfuerzo por retratar ese clima empequeñecido, y el esfuerzo por transmitir, a todo color, los dramas de ese pueblo hubiera quedado descompensado por ese final optimista. Todo parecía encaminado a un final trágico. Y tenía sentido que así fuera. No podía acabar de otra manera la vida diaria de un pueblo como Belfondo. Todo indica que nadie será feliz, y que nadie escapará jamás de esa cúpula de la soledad y el dolor que es Belfondo. Pero sí que lo hacen. Porque la narradora decide que ya basta de “tanto martirio, tanto galope de bestias en la estrella”, como dice Neruda. Y me pareció que el final desvirtuaba un poco todo lo que hasta ahora habíamos visto. Porque pareciera que un pueblo así está abocado al fracaso, a la desaparición, a la extinción total de un plumazo como lo que ocurre al final de Cien años de soledad.

Pero, como digo, esta crítica es injusta. No tiene mucho sentido criticar un final por lo que no es. En su intención de abrir el relato y aligerar un poco las vidas de sus personajes, Jenn Díaz lo ha resuelto, o lo resolvió hace casi tres años, sin fisuras, con elegancia. 

Comentarios

  1. Ganazas de leerlo. He leído en el tuiter de Díaz que ha sacado otro libro en JotDown mas otro en Lumen. Ah, caray: temo que cuando lea Belfondo tenga otras siete novelas suyas por leer.

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  2. Podéis poner una relación de todas sus novelas. Saludos

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