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Conversación con Marc García en torno a la última de Tarantino (Parte 2)

MG: Respecto a lo del bucle: para ir directo al grano, no, la verdad es que no lo veo tramposo. He leído algunas críticas muy duras sobre la película, como la de Jordi Costa en Neupic (con cuyo fondo coincido, pese a que disiento en sus énfasis y sus alcances), la de Pablo Muñoz en El Español (que me parece un tanto apresurada y extrema), o la de Carlos Reviriego en El Cultural (más desarrollada, pero también algo apocalíptica, y con algunas consideraciones muy discutibles). Creo que, en buena medida, esa dureza que algunos han mostrado para con Tarantino esta vez se corresponde con la exigencia que pesa sobre un director del que esperamos mucho (porque siempre nos lo ofrece) y al que no le toleramos que baje de un nivel que si viniera de otros cineastas no dejaríamos de celebrar. En la crítica de Reviriego se afirma que la película no tiene nada de innovador o vanguardista a nivel estructural: que es un mero relato en orden cronológico lineal montado al revés. Bien, esa me parece una observación acertada, pero que no sé si se puede usar directamente como crítica. Es obvio que Tarantino no innova, ni arriesga, ni inventa estructuralmente aquí: el grado de singularidad de su propuesta es moderado. Eso no tiene por qué ser malo, tampoco, y, sea como sea, no me parece que sea procedente dar el salto del reconocimiento de lo evidente (que su propuesta de montaje no es ninguna gran sorpresa, algo que la película no trata de negar en ningún momento) a la crítica a lo inexistente. Considero que para hablar de «trampa» debería haber una inconsistencia interna mayor, deberían quebrantarse más gravemente las reglas marcadas por la película para lograr un propósito efectista. Y bien; la película se llama Los odiosos ocho, y en ellos se centra: realiza el recorrido desde su encuentro al inicio de la peripecia en que se ven envueltos. Montar la película en orden cronológico normal no sería muy consecuente con el lugar donde quiere poner el foco Tarantino (en el grupo), y convertiría el segundo acto de la película en ejercicio de double entendre constante prácticamente insostenible por su extensión. Sin duda hay una sorpresa, y sin duda Tarantino ha dispuesto el material para que la haya; no obstante, considerar que realizar esa pequeña permuta es una trampa me parece ser demasiado riguroso: opino que es tener una visión un tanto limitadora de las posibilidades de disposición del material fílmico, máxime si tenemos en cuenta que la sorpresa y la revelación forman parte constitutiva del género en que se enclava la película, que a mi entender es, insisto, más el whodunit que el wéstern puro y duro. Sí es cierto que, a partir de la segunda mitad de la película, Tarantino, consciente de las limitaciones que se ha autoimpuesto, introduce algunos jugueteos formales para dar color a la película, oxigenarla, ampliar sus posibilidades, dotarla de un mayor sentido lúdico: léase la entrada de la voz en off o el flashback. Creo que esa mutación formal de la película la prefigura (o directamente la inaugura) una decisión que quizá sí me pareció más discutible que la del bucle narrativo: la de explicitar visualmente el relato de humillación que Jackson enhebra desafiantemente delante de Bruce Dern (que, como otros relatos incardinados en la película, nunca sabremos si es falso o verdadero, y está bien, es estimulante que así sea). Esa primera ruptura del continuo temporal narrativo me pareció un subrayado innecesario, un tanto pedestre técnicamente y chocarrero a nivel discursivo, que amortiguaba y malbarataba la potencia de un discurso que hubiera sido mucho más golpeador sin ella. ¿Qué opinas de esto?
En cuanto al humor, lo hay, claro, aunque menos omnipresente y brilloso: lo que sí me hizo gracia es la tormenta de gritos que se desencadenaba cada vez que alguien entraba en la mercería y tenía que clavetear la puerta de nuevo, que va puntuando humorísticamente la película. Viéndola, pensé que, además de ser, como todas las obras de Tarantino, una pieza muy verbal (elemento cada vez más presente en la filmografía del director, aunque quizá, como decía, con una tendencia a la hipertrofia que va en detrimento del brillo, la agilidad, la frescura, la gracilidad de antaño), también era una película que daba un especial peso a los acentos, al desarrollo de una gama de voces explícitamente diferenciadas y connotadas, que contribuyen a definir a los personajes: el deje mexicano, el tono de paleto hilbilly del sheriff, la particular cadencia slang de Jackson o el atildamiento excéntrico, chillón y britanizante del personaje de Tim Roth (que, por otra parte, replica hasta tal punto, en tono, inflexiones y temperamento, las caracterizaciones de Christoph Waltz en Malditos bastardos y Django desencadenado que me hace pensar que quizá su elección se debiera más que nada a un problema de fechas, o simplemente obedezca a la incapacidad de Tarantino para despegarse de uno de los grandes logros de composición caracteriológica de la última fase de su obra, en la repetición de cuyas constantes parece embarcado).
MA.: Sí, para hablar de trampa tendríamos que estar ante una traición a la propuesta de la película, a su inevitable lógica interna, y aquí no la hay. Se permite Tarantino ese pequeño quiebro narrativo para complementar la historia de parte de los personajes, algo que podría haber solucionado la voz en off (él mismo), pero que, por encima de eso y como ya he dicho, fortalece la sagacidad y la perspicacia de Jackson.
Hay dos momentos en el cine previo de Tarantino que prefiguran, en mi opinión, algunos ejemplos de lo que has llamado el «jugueteo formal» de la película, aunque más adelante opondré algún reparo. Primero: el giro repentino que vemos en la apertura de Abierto hasta el amanecer (de cuyo guion es único responsable). La escena es de una pasmosa cotidianidad: dos conocidos hablan en una licorería. Uno es el dueño, el otro es el sheriff. Y, cuando este va al lavabo, de repente todo cambia: el significado de esa primera escena se resemantiza por completo. La cámara se echa para atrás, agranda la composición, y el dueño de la licorería se nos aparece con un significado diferente. Ha cambiado igual que los personajes de la mercería cuando volvemos del bucle narrativo: son los mismos pero no son los mismos. Segundo: el bucle le sirve para apuntalar un aspecto en concreto del personaje de Jackson igual que el flashback de Uma Thurman en el ataúd de Kill Bill le servía para que nos tragáramos por completo el que fuera capaz de salir a puñetazos de su propio entierro (aunque aquel largo bucle sí fuera, para mí, decisivo en el transcurro de la película, y de una insólita brillantez formal). Es posible que estos parecidos sean más anecdóticos que sustanciales, por otro lado, pero la cosa es que ahí los veo.
No sé si considerar la voz en off, que no es nueva en su obra, un «jugueteo formal». En todo caso, a diferencia de en otras películas (como Blade Runner o La princesa prometida), me pareció, aquí, útil pero prescindible. En cambio, el excurso (visual y narrativo) de la felación lo vi como una concesión a sí mismo, a los excesos que tanto le gustan. Fijémonos en que el cine de Tarantino es asexuado. No hay erotismo alguno de ningún tipo en ninguna de sus películas, salvo, quizá, el lap dance de Death Proof. (No podemos contar el micropolvo caricaturesco de Bridget Fonda y Robert De Niro en Jackie Brown como erotismo.) Esta es de las pocas, poquísimas escenas de sexo que ha rodado, y la veo como una concesión visceral más, como digo, a su cinefilia omnívora y a la hipertrofia —aquí no estrictamente verbal, claro— de la que a veces se le acusa. Suelo estar de acuerdo, como todos, en que lo elidido es más poderoso que lo explicitado, que lo latente supera a lo patente, pero en este caso veo esa escena como una extravagancia con la que quiere repugnarnos, y sabe que solo con una visualización feísta del relato podrá conseguirlo. Dijo Tarantino en una entrevista que Harvey Keitel, en el Teniente corrupto de Abel Ferrara, corría el riesgo «de ir demasiado lejos, de ser malo» como intérprete, y que quería que sintieras vergüenza ajena ante sus alaridos. Algo parecido creo que pretende Tarantino con esta escena: que apartemos la mirada asqueados por lo que vemos. Literalmente. Quiere ir demasiado lejos y corre el riesgo de equivocarse, como sin duda se equivoca, pero ese arrojo, ese exceso, es gratuito, es copioso, pero también es garra y nervio y realidad.
La verbosidad de sus personajes es uno de los grandes rasgos de estilo del Tarantino escritor. No me parece de estricta novedad lo de las inflexiones (ya el personaje de Tim Roth en Reservoir interpretaba un papel en la película —como todo infiltrado—, y para ello le veíamos trabajando para modular su voz, sus gestos, las particularidades de su recién adoptada personalidad, intentando clavar la configuración definitiva de su personaje), pero añade aquí acentos como el mexicano o el británico que son reveladores de la procedencia geográfica de los personajes, pero que, obviedad aparte, y lo que sí es novedoso, los expone a los ojos analíticos de Jackson. El acento hispanizado delata a uno de ellos. Fatalmente. El sheriff, en cambio, espléndidamente interpretado por Walton Goggins, es un palurdo odiable. Pero su ignorancia supina nos llega, escondida entre otros muchos detalles, porque, a diferencia de los cazarrecompensas documentados, desconoce a todos los forajidos ahí presentes. Me parece un hallazgo más sutil que el acento del mexicano, más revelador. Pensamos: vaya un sheriff, ¿no?
En esta película nadie llega a su destino y se refundan las verdades que al principio dábamos por sentadas.
MG: En cuanto a lo de la sagacidad del personaje de Jackson, no me atrevería a decir que la película esté orientada a subrayarla, o más bien dispuesta del tal modo que la subraye. Por una parte, creo que no es ninguna sorpresa que el flashback nos revele que Jackson estaba en lo cierto, porque, en mi opinión, como espectadores no llegamos a dudarlo en ningún momento. Queda claro desde muy pronto que ese es el personaje fuerte de la película, el personaje listo, avispado, intuitivo, que sabe cuidar de sí mismo y buscarse la vida, y también el personaje que concita la mayor simpatía en el propio director, de manera consecuente con las filias mostradas en sus dos películas anteriores, que ya presentaban esa visión restauradora de la historia en la que los oprimidos tienen la oportunidad de vengarse: una simpatía que cristalizaba retratando sus venganzas en todo el éticamente cuestionable esplendor de sus excesos con una complacida festividad carnavalesca que lograba contagiarse a los espectadores (y que hace que esas —y otras— películas de Tarantino tengan, como dice Matt Zoller Zeit en su crítica de Los odiosos ochos en rogerebert.com, algo de estudio sobre los mecanismos de la identificación por parte del público). Aquí el triunfo reparador de los perdedores no es tan completo, y eso aporta también una nota de sutileza a la película; sí hay, en cualquier caso, un triunfo moral, y una idea de la concordia que, pese a que quizá se orienta de más en algún punto hacia un cierto azucaramiento previsible, en una tonalidad emotiva ligeramente infrecuente en Tarantino, da pie a algunas buenas escenas en el cuarto final de la película. Pero, volviendo a lo de la sagacidad de Jackson, se ve finalmente matizada (atenuada, amortiguada) con un golpe de efecto en la forma de ese disparo que revela que no lo tenía todo controlado, como habíamos llegado a pensar en algún momento. Reviriego afirmaba en su crítica: «Si Warren se revela como el astuto Hércules Poirot del tinglado, es incomprensible que no pensara en la existencia de un sótano bajo sus pies.» Quizá sea yo quien no es un Hércules Poirot tan astuto como querría, pero no veo lo incomprensible de esa omisión, y, en cualquier caso, hay un paso (un paso largo) entre pensar que hay un sótano y pensar que en ese sótano habrá alguien que te disparará entre las piernas.
En cuanto a del «jugueteo formal», no pretendía subrayar que me pareciese especialmente nuevo, ni especialmente arriesgado, ni en la carrera de Tarantino ni en el cine en general. Por si no había quedado clara mi postura, no es que quisiera afirmar que Los odiosos ocho es particularmente innovadora, valiente u osada en lo formal, o que lo priorice especialmente. Al contrario: creo que Tarantino, que me atrevería a afirmar que ante todo es un director formalista, esteticista, ha ido mucho más lejos en cuanto a eso, y con resultados mucho más espectaculares, en otras películas: justo esta me parece de las que apuestan menos por moverse en ese terreno. Más bien quería decir que, a partir de la segunda mitad, Tarantino es consciente de que su película se mueve en unas coordenadas que, si bien tienen por propósito resultar sugestivamente asfixiantes, también podrían acabar siéndolo, en este caso en una acepción menos positiva del término, para el espectador que se enfrenta a la perspectiva de 180 minutos con unidad temporal y espacial casi completas. En ese sentido, creo que esos recursos buscan introducir un poco de aire, movimiento y color en la película, darle vivacidad, actuar como ganchos para evitar que los espectadores pudieran escaparse. Cabría la posibilidad, y creo que algunos la han apuntado, de entender que si Tarantino se ve obligado a recurrir a esas cartas es por incapacidad de estar a la altura de su propia apuesta, de funcionar en las coordenadas que se ha marcado sin transgredirlas un poco: yo no llegaría tan lejos en mis afirmaciones, pero sí creo que esos recursos nacen más de una necesidad o un temor relacionados con la percepción que pueda tener la audiencia que de los propios requerimientos dramáticos de la película. Al decir esto no me refiero tanto al flashback como a la voz en off —es decir, igual que tú, la veo útil pero prescindible—, y a la escena de la felación. Antes los argumentos que has esgrimido al respecto de esa escena no me queda más que replicar: «Bien jugado». Muy bien visto lo del sexo en Tarantino, por cierto: ¿a qué se deberá esa inusual inhibición en un director tan impetuoso y expansivo, tan poco afecto a respetar las fronteras de lo consensuadamente decible? Ocurre algo similar, por cierto, con el escritor noruego Karl Ove Knåusgard, que en su saga autobiográfica Mi lucha llega a un grado extremo de exposición que parece que solo encuentra freno cuando topa con lo sexual. En su caso, pese a que afirma que lo hace por proteger a gente que le rodea —aserto nada congruente con el modo en que los deja a la intemperie en la mayor parte del libro—, probablemente tenga que ver con aspectos culturales o educacionales; en el de Tarantino resulta más difícil encontrar una explicación evidente.
Sea como sea, y en cuanto a la escena de la felación, sí quiero puntualizar algo: creo que el hecho de que una decisión sea deliberada, e incluso consecuente con una poética muy consciente, no exime de que pueda ser desacertada. Entiendo que estamos de acuerdo en esto (bastante obvio, por demás), pero en fin: me parece que es el caso de la escena de la felación, aunque sí convengo en que la energía desbordada, el romper las costuras de lo correcto, son parte esencial del encanto y la potencia de Tarantino. Pienso que el temperamento dramático de Tarantino es esencialmente juvenil, como lo es el de la música rock que energiza muchas de sus películas, o el que late tras la sensibilidad de multitud de productos culturales diversos que han acabado por conformar la suya propia. Citando a los Stones, ante cualquier película de Tarantino podríamos afirmar que «it’s only rock’n’roll but I like it» si no fuera porque el valor del rock’n’roll fílmico de Tarantino hay que parangonarlo cada vez más con el de los músicos más ambiciosos e indagadores del género, que se enfrentan al reto de ser, a la vez, solo rock y mucho más que rock, colocar el género dentro y fuera de sí mismo, no renunciar ni a un ápice de su energía primordial (indomesticada, arrolladora, contagiosa, libre, inocente) y, por el camino, abrir horizontes discursivos y formales. En ese equilibrio entre lo grave y lo jovial, lo profundo y lo liviano, lo grande y lo compacto, lo pesado y lo ligero, creo que Tarantino ha introducido algunos elementos (tanto temáticos como formales) con la voluntad de que formaran parte de la primera secuencia de adjetivos, y lo ha hecho de acuerdo con una idea un tanto canónica de qué clase de elementos pueden y deben encontrarse en una secuencia como esa; en consecuencia, la balanza tonal de su cine se ha desequilibrado ligeramente hacia un terreno que creo que se aleja de la naturaleza intrínseca de lo que, poniéndonos pedantes y haroldbloomescos, denominaríamos su daimon como artista. No es que una cierta serenidad, una clara grandilocuencia y una apuesta por la reescritura ideologizada de la historia no puedan dar (y hayan dado, incluso al propio Tarantino) excelentes frutos: es que el ahondamiento en esas constantes ha implicado un sacrificio, ligero pero indeseado, de lo más constitutivo de su peculiar timbre autorial, que está bien que sea el que es, pese a los pequeños censores cejijunto que quisieran atemperarlo y reconducirlo, cuando no reconvenirlo y apagarlo del todo, no fuera a ser que se pasara de la raya y entrara en los terrenos donde ocurren las verdades e imprevisibles sorpresas, que, al fin y al cabo, justifican los esfuerzos creadores tanto como recompensan la atención del espectador. Aquí, de hecho, uno añora un poco los momentos más jubilosos, arriesgados, felices, locos, libres, estimulantemente imperfectos de Tarantino como cineasta, así que está bien que intente alcanzarlos, aunque a veces recurra, a mi entender, a trucos algo más fáciles que en otras ocasiones, como la mentada escena o las explosiones circenses de sangre que abundan en la última parte de forma evidentemente cómica —de nuevo, deliberada, pues—, aunque ligeramente tontorrona (pienso que prácticamente nada molesta, en cualquier caso). En cuanto al histrionismo actoral del que habla Tarantino respecto a Keitel: terreno resbaladizo. Cada vez más, en mi opinión: no dejo de creer que, en más ocasiones de las deseadas, el histrionismo es el ropaje espectacular con el que se ocultan actores incapaces de mayores sutilezas. Pero eso daría para otro debate.

Algunos han señalado, por cierto, una posible influencia giallo en la película. Más allá de por unos colores contrastados, densos, cálidos, con cierta predilección por los marrones y (baño de sangre obliga) los profondi rossi un tanto darioargentianos, no sé si detecto las coordenadas del género ahí, pero sin duda ese es más tu terreno que el mío, así que dime: ¿se nos ha puesto Tarantino giallesco? Está claro que no sería nada extraño.

...CONTINUARÁ...

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