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El crítico, incomodado, no supo qué decir

No siempre es fácil posicionarse sobre algunos temas. El convincente crítico John Kenneth Muir dice de El ciempiés humano que es, básicamente, una muy buena película. El problema, dice, es que “no sabe cuál es su valor social ni su propósito”. Sin haber escrito aún una reseña completa de la película, explica que, de hacerlo algún día, iría más o menos así: “La película está extraordinariamente bien hecha… pero, ¿para qué?” Entiendo su postura. El ciempiés humano, de Tom Six, está increíblemente bien compuesta, fotografiada en un blanco y negro muy sugerente, y transmite la sinrazón y la barbarie humanas de una manera verdaderamente singular. Cada movimiento de cámara es inquietante. El Bárbaro, llamémosle así, de la película, está caracterizado casi como un oficial de las SS, y por tanto se puede entender “como una alegoría de la brutalidad de los nazis”, como dice Muir, pero visto así queda demasiado esquemático. Se puede hacer esa lectura, de todos modos, y, si agrandamos el foco, se puede entender como una alegoría de la brutalidad de cualquier estructura de poder hacia la base endeble de la que se nutre, y entonces ya le encontramos el valor social, yo creo, aunque sea algo simple. La cuestión es que el horror está ahí y cuesta descifrarlo.

Con Marc García, en relación a la escena del ahorcamiento en Los Odiosos Ocho, hablamos largo y tendido sobre estos temas, sin llegar, diría, a ninguna conclusión que pudiera considerarse satisfactoria, así que los dos, creo, entendemos la actitud de Muir. Nuestro entendimiento racional de la barbarie se suspende ante estas películas, porque no hay una reflexión sobre el dolor o sobre el mal que apuntale su presencia. O no a primera vista, al menos. Pero ese vacío ya es en sí mismo una declaración de intenciones: el director Tom Six ha fabricado no un espejo deformante, sino un espejo con el que agredir al espectador. Entiendo lo que dice Muir, pero la película ya cumple un objetivo: problematizar la recepción del espectador. Si excluimos la lectura que he mencionado, la de ser una alegoría de las estructuras de poder, la representación del horror no está como pretexto de una crítica social mayor, y por tanto no sabemos muy bien por dónde cogerla, cómo asumirla ni cómo interpretarla, así que solo nos quedan las preguntas. ¿Por qué nos muestra algo tan macabro, tan degenerado? ¿Se sustenta sobre algún discurso? ¿O es, por el contrario, algo gratuito? Muir se queja de que pareciera que la intención sea solo “pervertir al público”. Y yo me pregunto: bueno, ¿y qué? Ya va bien que nos incomoden, que sacudan nuestro esquema moral básico, que nos enseñen ese espejo que quiere ser una agresión. Ya va bien que nuestra percepción de una obra no encaje cómodamente con los planteamientos de la obra. Esa intención de pervertir al público consigue deseufemizar nuestra mirada. Poca broma.  

Otra cosa es lo que le pasa con el horror a Roger Ebert, El Sobrevalorado. En la introducción a su libro Las peores películas de la historia dice que solo otorga la más baja calificación a las películas que él cree inmorales. Al contrario que Muir, Ebert las rechaza de plano. No estoy muy seguro de que sea un criterio correcto, ni siquiera de que sea una valoración artística o estética. No, en absoluto, lo es de orden moral, y ahí entra en juego la sensibilidad de cada uno, la diferenciación racional que cada uno hace del bien y del mal. Escribe Ebert que “el mal puede ganar en la ficción” … “pero prefiero que los artistas expresen una actitud hacia ese mal”. Expresarlo crudamente ya es una actitud hacia ese mal. Lo está despojando de un aparato teórico, crítico, lo está despojando de toda reflexión. Está ahí, en estado puro, para que nosotros lo asumamos (o no). ¿Y a qué conclusión llega el artista, en este caso? A ninguna, probablemente. Como cuando Vonnegut dice, en el prólogo a Matadero 5, que no hay nada inteligente que decir sobre una guerra.  

En una de las reseñas clon de su página web, Ebert, a propósito de La hija del General, de Simon West, vuelve sobre lo mismo, aunque le añade algún matiz. Se pregunta, sobre la muerte de la chica, si "¿los detalles tenían que ser tan gráficos? ¿Teníamos que quedarnos con la imagen de una chica aterrorizada? ¿Dudaron los cineastas a la hora de enseñarnos planos de ella siendo estrangulada? ¿Es que no pueden dejarle nada a la imaginación?". La última pregunta es la única que vale la pena, en mi opinión. La única por la que aceptaría las críticas a la explicitud de unas imágenes que, por otra parte, ni son tan explícitas ni son tan violentas como apunta el aureolado sentido de la moralidad de Roger Ebert.  

La actitud de Muir es más inteligente: admite que no sabe lo que pensar, reconociendo, con humildad, que puede que haya algo en la película que se le esté escapando. La de Ebert es una actitud deshonesta (por elusiva e irresponsable). También es infantil e inmadura, cobarde por no atreverse a pensar la película, o por no admitir su bloqueo intelectual ante la película, y en el fondo es contemporizadora.


Ignacio Sánchez-Cuenca no escribe sobre cine en La desfachatez intelectual, pero una de sus reflexiones le va de perlas a este texto: en la página 109 dice que "la aproximación moral no nos ayuda ni a entender el terrorismo ni a diseñar una estrategia con la que combatirlo". Parafraseada, quedaría en "la aproximación moral no nos ayuda a entender estas películas ni a diseñar una lectura crítica que las analice". Esquivar tu responsabilidad como crítico profesional, tampoco.

No hay que censurar al artista cuando golpea por golpear. Ojo, nos está diciendo, que nosotros somos capaces de eso que ves en pantalla. Solo un espectador o un lector abierto sacará los frutos de esa lectura, alejándose de esa otra lectura complaciente, ebertiana, que rechaza el mal porque es más cómodo hacerlo así. Como digo, no creo que la actitud del crítico deba ser la de despachar una película porque esta tal vez apele a una incómoda realidad de nuestros instintos. Mejor, como hace Muir, admitir que no se sabe qué decir.

O, mejor aún, se puede recordar a Tarantino cuando dijo que había que quitar la moral de la ecuación en cine. O retroceder unos siglos hasta llegar a Catulo, que dijo que el poeta debe ser casto, pero no sus poemas.  

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