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Ella quiere ser una película de terror

Cuando se estrena una película de género, una gran película de género, nos olvidamos, a veces, de que, sobre todo y en primer lugar, estamos ante una gran película. Pensemos en El resplandor. Gran película de terror, sí, pero antes que nada es una gran película. Punto. Aunque también existen otras intenciones. La vocación confesa de Déjame salir es la de ser una muy buena película de género, y lo consigue. Modesta, de corto alcance (luego vuelvo sobre esto, que dicho así parece condescendiente), con pocas pretensiones, compacta y cumplidora: así es la ópera prima de Jordan Peele. Prometedor.

He leído que el discurso antirracista está presente en todo momento, que estamos ante una obra política. No estoy de acuerdo (por mucho que la intención del director sea esa y por mucho que el final alternativo orientase la película hacia esa lectura). La historia funcionaría exactamente igual si los protagonistas fueran de otro color. No hay una estructura social retrógrada que fuerce a los negros, sólo a los negros, a la situación en la que están en la película, ni que determine (para mal) sus posibilidades de vida en un mundo civilizado, como sí pasaba con la sociedad esclavista de, por ejemplo, Django Unchained, donde la represión se ejercía sobre los esclavos africanos y sobre ningún otro colectivo o pueblo. En todo caso, lo que sí está en el punto de mira de la organización sectaria de la familia son los cuerpos sanos, vigorosos, de los deportistas de élite para que perpetúen la élite social a la que pertenecen. Déjame salir está más cerca de la excelente Cabin Fever, de Eli Roth, que de El nacimiento de una nación, de Nate Parker. (Una Cabin Fever más racional). Y más cerca de It Follows que de Moonlight.

Déjame salir es una película de terror. Tiene toques de humor y de ciencia ficción, pero el corazón de la obra está en el cine de terror, con John Carpenter y Eyes Wide Shut dándose la mano. Nada menos. Influencia, la de Kubrick, que, al contrario que el Duncan Jones de Moon, ha digerido bien. Peele, como Carpenter, ha encontrado en los suburbios acomodados de Estados Unidos el escenario de su historia de horror; como Kubrick, ha orquestado una composición simétrica que perturba, que, con la afinada dirección de actores en algunos planos fijos, desquicia. En ese marco de líneas simétricas, paralelas y armónicas, en medio de esa racionalidad estructural, de esa atmósfera hogareña y familiar, hay fisuras y se resquebrajan las apariencias hasta dar paso a una invasión de locura, paranoia y endogamia de las élites que al principio estaba escondida.     

No es la gran película que dice, por ejemplo, Javier Ocaña en El Pais, o no lo es por los motivos que esgrime, pero sin duda juega en un terreno en el que se siente cómoda, y es aquí donde destaca: en la apuesta y vindicación de un cine de género desacomplejado y siniestro. Autoconsciente, se inserta en una tradición que domina, cuyas reglas del juego conoce bien, y donde, por decirlo con unas palabras de Nadal Suau, busca "nuevos resquicios significantes en el cliché". Los ocasionales jumpscares, los gestos faciales de los actores y algunos efectos de sonido están tan levemente exagerados que no sabemos si son una caricatura o una licencia que se permite el director, un guiño de complicidad a toda una manera de concebir el cine, de explotar las posibilidades de todo un género. Como Carpenter, encuentra en los espacios cerrados un potencial de terror que se va desplegando poco a poco a lo largo de la película, con breves pero inquietantes incursiones en lo macabro; en esa casa-fortaleza, hay un mal del que no se puede escapar. Vale. Nada nuevo. Pero ese mal es subterráneo e inconcebible: el votante demócrata en medio de la farsa de la actual presidencia republicana. Es ahí donde pone el acento el director. Y no es sólo eso. Bien trabada, la película te pasea por un lento despliegue de progresiva crueldad hasta la liberadora explosión final, que es pura violencia catártica. Los andamios de la película son sólidos. 

No creo que la película aborde grandes temas. En este sentido es menos ambiciosa que The Neon Demon, pero precisamente por eso no falla ni flaquea en ningún momento. Nos podríamos preguntar qué temas toca, y llegaríamos a la conclusión de que ahí están a), la locura, b), los peligros del avance científico o médico, y, c), la presencia o florecimiento de las sectas, y por tanto del fanatismo, en el seno de una América reaccionaria. Pero, aunque todo eso esté ahí, con más o menos peso, con más o menos sutileza, no podemos adjudicarle a la película un tratamiento serio, concienzudo, de estos temas. Ni falta que le hace. Por eso, si antes he dicho que era de corto alcance, es porque en el horizonte de esta película no están los grandes temas ni, digamos, las preguntas por el ser, sino revisitar una manera muy concreta de entender el cine, y actualizarla desde una sensibilidad negra, sí, pero trascendiendo el discurso antirracista. Ya lo he dicho: en su punto de mira están las élites. Son blancas, como siempre, y es ahí donde sin duda cobra fuerza y sentido la película como alegato antirracista, pero más fuerza tiene la denuncia de unas estructuras de poder que fomentan la coerción y el beneficio (obsceno) de unos pocos a costa de todos los demás: los mayores quieren perpetuarse y para ello buscan cuerpos sanos y jóvenes, independientemente del color. Es el deseo de la inmortalidad. Tienen los medios para hacerlo. 

No es poca cosa. Jordan Peele ha contribuido a dinamitar el concepto tradicional de familia. Del votante demócrata de Nueva Inglaterra. Ha dicho que tiene cinco proyectos en mente, todos ellos de género y concebidos antes del estreno de Déjame salir. Serán -espero- cinco películas como cinco soles en este renacimiento del cine de terror de calidad, heterogéneo y ambicioso, que hemos presenciado en estos últimos años.  

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