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Balance sobre Blade Runner 2049

Una secuela de Blade Runner no iba a ser cosa fácil: la presión del público, pero sobre todo de la crítica, podía condicionar la hechura de la película tanto en su vertiente narrativa como por lo que tiene de heredera de una estética ya icónica. El director Denis Villeneuve, junto con su equipo técnico, han destacado en uno de los dos aspectos de la obra. El otro es el que invariablemente situará la secuela en un segundo plano artístico.

Los creadores de esta película han visto Her, de Spike Jonze, y en algunos tramos parece que le hagan un gesto de complicidad a Silent Running, de Douglas Trumbull, y podemos buscarle más antecedentes no bladerunnerianos, si lo creemos oportuno, pero la película se quiere alejar de su predecesora más de lo que realmente se aleja. El apartado visual es intachable: un espectáculo de primer orden que dignifica la película más que su intención de alargar una historia que no facilitaba la proliferación de secuelas (a medio camino entre el primer y el segundo acto la película pierde algo de ritmo, la consistencia de la historia se debilita). Villeneuve aprovecha la tecnología actual para sofisticar la estética anterior, pero en ese sentido no innova ni inventa nada, como sí hizo, en cambio, Ridley Scott. (Me hubiera fastidiado que la secuela superase a la original, por otra parte). Algunas set pieces son estrictamente memorables, y Villeneuve crea imágenes potencialmente icónicas, como esas esculturas eróticas que sobreviven en el desierto, pero no crea un universo estético tan rompedor con la estética dominante del momento como sí hizo Blade Runner, ni, creo, será tan influyente en el futuro cine de ciencia ficción. Dicho esto, la película merece todos los elogios por haberse atrevido a coquetear con un título con un estatus sólo comparable al de 2001 o Metropolis, y por lograr un apartado visual que se sostiene a sí mismo, con independencia del universo cinematográfico al que pertenece y de la historia funcional de la que se nutre.

La música, del reputado Hans Zimmer, es menos atmosférica que la de Vangelis, aunque aquí era difícil acercarse a los aciertos de la original. No es tan envolvente ni tiene esa cualidad que tenía la anterior, que parecía que se desprendiese de las imágenes, hasta de los mismos sentimientos de Rachel y Deckard. En cambio, el diseño de vestuario, obra de la persuasiva Renée April (Noel, Prisoners, Sicario, Código Fuente), es un logro mayor del cine contemporáneo: los personajes tienen estilo como lo tienen, también, los de Tarantino, y, antes que él, los de Sergio Leone. La ropa que visten es una extensión de su personalidad que se funde con el entorno.

La posible revolución de los replicantes ilustrados es estimulante, pero es delicado a veces continuar las historias acabadas: este hilo argumental puede convertir el mundo de Blade Runner en un escenario bélico, colectivo, que nada tiene que ver con el carácter introspectivo y solitario de la película original. Tiene menos poesía y arroja menos dudas sobre las cosas que plantea: ahí está su torpeza. 

Repasando Sicario vemos que Villeneuve tiene nervio para el cine de acción; volviendo a Enemy, que sabe entretejer trama sesuda con ritmo y puesta en escena consistente; con La llegada, que la ciencia ficción era un género en el que, si quería, podía hacer lo que quisiera; viendo Prisoners, uno podía hablar de la cámara acechante de Denis Villeneuve, de una cámara que se movía con ritmos y lentitudes propias del depredador que está a punto de saltar, en ese instante en el que está a punto de saltar pero aún no salta, y ahí se quedaba la cámara de Villeneuve. Tenía significado. En Blade Runner 2049 no hay movimientos de cámara tan elocuentes como en las anteriores obras del director. 

Hay una gran composición, un diseño de producción y una fotografía de puro Óscar –obra del maestro Roger Deakins–, unos efectos de sonido eficaces (que ya había ensayado en La llegada), y un sensato uso de los efectos especiales, pero no vemos lo que podríamos considerar el primer gesto del director, el más básico y elemental, el que a todos les viene de serie: mover la cámara. Steven Spielberg demostró en 1971 con Someting Evil que, con muy pocos medios y moviendo bien la cámara, se puede generar tensión y crear atmósferas. No quiero subrayar mucho un hecho que en sí mismo no significa nada, o no tiene por qué significar nada, pero sorprende en alguien que en este sentido demostró un gran talento en su obra anterior. Podemos decir de esta película lo que dije de La cumbre escarlata de Guillermo Del Toro: que es más una estética que una historia, pero esta vez en el buen sentido. Por otra parte, Villeneuve ha conseguido sacar lo mejor de los mejores talentos de Hollywood. No es poca cosa.

Varias críticas mencionan lo inagotable que es la original, y lo llana que es esta. Cosa con la que estoy de acuerdo, hay menos matices, menos polisemia, y la historia tiene mucha menos garra. También se ha mencionado el nombre de Gosling -K- que remite directamente al Joseph K de El proceso, deuda de la que, francamente, no me había percatado viendo la película. Entre otras cosas porque, nombre aparte, no veo tanto parecido con el personaje de Kafka como sí han visto, en cambio, otros críticos, como es el caso de A. O. Scott, crítico estrella del New York Times. Y que Villeneuve se preocupe por la recepción es algo que no deja de sorprenderme: las películas largas no son el problema; el problema es que no estamos acostumbrados o no tenemos la paciencia que requiere verlas. Es decir: el problema somos nosotros, no la obra. Esperemos que el tiempo la deje en un lugar más justo que el de ahora porque, sin ser una gran película ni contar una gran historia (no he mencionado el argumento en esta crítica), es una obra arriesgada, y logra una atmósfera digna de su referente, aunque no lo iguale.

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