Oda a la imaginación humana
Estas cosas nunca se
saben, pero creo que no escribiré nada sobre la pandemia del coronavirus, sobre
el confinamiento ni sus consecuencias. Y no porque no me parezca importante o
no tenga nada que decir, sino porque creo que no podré aportar nada
que no se haya dicho ya –y
dicho tan bien– ni nada que no piense, más o menos
explícitamente, todo el mundo. Mi hipotético texto sobre el coronavirus sería
una paráfrasis redundante.
Lo que pasa es que no
puedo parar de pensar una cosa. No es algo muy sofisticado, francamente, ni muy
iluminador, pero me viene a la cabeza, una y otra vez, un pensamiento
tranquilo, calmo, pero insidioso. Está ahí, en mí, y no me lo puedo quitar de
encima hasta el punto de recordarme a los ataques de risa que le cogían al
personaje de Santiago Segura en El día de
la bestia, cuando, colgado de la fachada del edificio Carrión de Madrid, o,
para los que no estamos tan familiarizados con la ciudad, del edificio del
anuncio de Schweppes, colgado de ahí, gritaba, riendo sin parar: ¡no puedo
parar, es que no puedo parar! Más o menos así, aunque sentado en casa, me
descubro pensando, sin poder parar, en que el
ser humano no imagina en vano. Pienso: lo que estamos viviendo demuestra lo
bien que imaginamos, o lo bien que, cuando nos ponemos, podemos llegar a
imaginar escenarios futuros, tener en cuenta todos los hipotéticos resultados y
posibles giros de determinados acontecimientos. Y acertar.
La capacidad humana
para ponerse en el lugar del otro ha quedado demostrada. Hemos sabido anticipar
el comportamiento de un mundo sellado. Las variantes y los ulteriores
desarrollos de las más insignificantes novedades en este panorama, estaban, ya,
contemplados por la imaginación. Tan atenta, tan sensata, previsora y
conocedora de sí misma es la imaginación que ha logrado que todos, en conjunto,
relacionemos la realidad de la pandemia coronavírica con alguna película, con
algún relato o novela que hayamos visto o leído. No es que la mente humana haya
sabido anticiparse ni prefigurar nada: esa posibilidad esa una mera casualidad,
un hallazgo coyuntural sobrevalorado. Lo que importa es lo sensata que ha
demostrado ser a la hora de pensar algo que no es nosotros o nuestro entorno
inmediato; ha conseguido escenificar un mundo en cuarentena hasta tal grado de
detalle que, al vivirlo, no lo sentimos como novedad.
Si hemos sido capaces
de imaginar lo que sería una situación como la actual, ¿por qué no podemos
imaginar lo que siente el otro, lo que piensa, y desde ahí, desde ese lugar,
ver sus sufrimientos y tratar de entenderle mejor? Qué bonito sería si la
imaginación humana, tan acertada en sus suposiciones, también supiera ponerse
en la piel de lo que no es YO en todas las ocasiones de la vida en las que es
necesario hacerlo. Hemos entendido al conjunto de la humanidad, deduciendo cómo
se comportaría en una situación así, y hemos demostrado conocer el entorno natural
con el detalle suficiente como para entender cómo se comportarían la
vegetación, los mares y los animales en un mundo menos oprimido por los abusos
inculcados por el ser humano.
Pero son tantas las
ocasiones en las que se nos escapa lo otro. Tantas en las que nos blindamos
ante la diferencia, que ver lo que se ve desde los balcones nos puede ayudar a
entender que sí somos capaces de entender, de ver bien y, por tanto, de actuar
en consecuencia. (No quiero entrar aquí, porque no es el lugar, en las
consecuencias que tendrá el confinamiento en las vidas de la gente. Sería un
ejercicio de imaginación que otros ya habrán hecho mejor, y sería, en el fondo,
otro texto).
En el centro de esta
crisis está la gente, no hay que olvidarlo. Están sus tiendas, sus pequeños
negocios, sus responsabilidades. Ahora toca poner la maquinaria imaginativa en
marcha, como ya se ha demostrado que sabemos hacer, y pensar alternativas,
maneras de organizarse que garanticen un bienestar social. Teniéndolo todo en
cuenta, y viendo cómo hemos imaginado, con acierto, futuros hasta ahora
desconocidos, como las ciudades vaciadas, la vegetación desatada o los animales
tanteando las calles o los puertos, no puede ser tan difícil imaginar un sistema
en el que prime el equilibrio entre gastos e ingresos, entre esfuerzo por vivir
y tiempo para vivir. Toca aplicar nuestros talentos hacia nosotros mismos,
ahora. Estos días lo siento así, con estas palabras, y como Santiago Segura
colgando de la fachada del edificio Capitol de Madrid, no puedo parar de
pensarlo. ¡Es que no puedo parar!
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