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Aparte de tiburones hay caimanes en verano


¡Qué cosas nos gustan a veces! ¿Una película con caimanes sueltos devorando a la gente en Florida? Pues sí. ¿Qué pasa?

A Infierno bajo el agua, de Alexander Aja, le falta el sol, los colores brillantes del verano, para ser la película veraniega que transcurre en alta mar que podría haber sido. En cambio, es una película lluviosa, tormentosa, bueno, literalmente huracanada, en el sentido de que a los personajes les azota el huracán Wendy y en el de que su ritmo, que es frenético, arrasa con los posibles prejuicios que pudieras tener. He leído ya varias críticas –una la de Raquel Hernández Luján en Hobbyconsolas, otra la de Nando Salvà en El periódico– que mencionan, como logro, sus algo menos de 90 minutos de metraje. Me acabo de enterar que eso es un valor.

Detrás de Infierno bajo el agua hay dos películas. Tiburón, claro, y La bestia bajo el asfalto, una película de 1980 de Lewis Teague, el director de Cujo, en la que un caimán, perdido en el alcantarillado de Chicago, se dedicaba a comer lo primero que encontrase, ya fueran restos de basura o personas que curioseaban por ahí. La lección de Tiburón, por otra parte, está intencionadamente ignorada, y el primer caimán aparece muy pronto en escena, con un jumpscare –recurso recurrente a lo largo de la película– divertido y eficaz. Al presentarnos al antagonista casi al principio, lo que sigue es un intento, conseguido, de mantener el ritmo y la tensión con otros elementos más explícitos: la atmósfera opresiva de un sótano inundado, la claustrofobia de no poder salir, puntuada por tomas exteriores de una tormenta perfecta, y los puntuales intentos de gente exterior por sacarles de ahí. Cada intento reanuda, renueva, el espectáculo de los caimanes hambrientos, y agrava la situación de supervivencia de los protagonistas. Ahí, en la relación entre padre e hija (Barry Pepper y Kaya Scodelario), es donde flojea la película, por tópica y afectada. Funcionaría igual si esa relación fuese más, digamos, normal. Pero no: tenemos al padre, entrenador de natación, que fue el mentor de su hija, el que creía en ella y en su talento. La épica del esfuerzo, de sacar a relucir esos talentos heredados en una situación de supervivencia, y el momento de sincerarse, está visto y no significa nada, hecho así. Todo este almíbar su puede sustituir con el ejemplo de la valentía, que ya es mucho; la película no necesita decirnos que la familia está bien, pese a todo, y que reconciliarse y entender al otro es muy fácil con el agua al cuello y las heridas sangrando. Literal y metafóricamente.

Pero volviendo a sus logros, Aja tiende al primer plano, o planos generales muy pequeños, muy reducidos, en los que vemos los detalles de composición como si fueran un cuadro. Eso ayuda a transmitir la sensación de angustia, de salidas cerradas. Y luego, como tantas otras películas, se dedica a encerrar a sus personajes en un único espacio, asediado por una doble amenaza exterior –huracán y caimanes– hasta ponerlos al límite y ver cómo reaccionan. En ese sentido no es un estudio de personajes, ni una película de honda introspección psicológica. Es una película de tensión permanente, de dosificados sustos, de diversión de verano. Bien filmada y bien interpretada (aunque no entiendo cómo uno puede hacerse un torniquete y seguir hablando como quien no quiere la cosa). Porque aunque tenga sus fallos, Infierno bajo el agua se quiere apartar de las películas veraniegas que transcurren en alta mar, las de toda la vida, y lo hace sin complejos, con ganas de explotar las posibilidades inquietantes de este otro animal, de este otro entorno, y lo hace con atención al detalle, tomándose en serio la dirección del conjunto, aunque tenga esos flecos sueltos de torpeza.

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