Roger Corman y Quentin Tarantino
Ayer, 15 de agosto de
2019, se estrenó Érase una vez en…
Hollywood, de Quentin Tarantino, y aún no sé si escribiré algo sobre ella o
no –se aparta lo suficiente de algunos de los rasgos más identificativos de su
cine, así que podría dedicarle un texto propio– pero sí me parece importante
señalar lo que tantas veces se menciona cuando se menciona a Tarantino: sus
referencias. No enumeraré nada ni haré un listado de títulos o autores
presentes en su collage de citas. Hay, de todos modos, una película que no me pude
quitar de la cabeza mientras veía Érase
una vez... Una que no está directamente relacionada, ni por argumento –escasísimo
en la de Tarantino– ni en tono, ni siquiera en los temas que trata. Me recuerda,
sin embargo, porque es pura años 60. Porque es el retrato de uno de los ejes
vertebradores de esos años.
Me refiero a El viaje, de 1967, de Roger Corman. Escrita por
Jack Nicholson, protagonizada por Peter Fonda, Bruce Dern y Dennis Hopper –nada
menos–, la película tiene ese imaginario psicodélico, onírico, curvo, blando,
multicolor y caleidoscópico que también encontramos en Zardoz, El muchacho y su
perro, Barbarella o La fuga de Logan,
y se yergue como excelente retrato de toda una época, la de los sesenta y
primeros setenta, igual que Punto límite cero, Easy Rider o Hair.
El ‘viaje’ del título
se refiere al viaje de ácido que se mete, por curiosidad y tutelado por Bruce
Dern, Peter Fonda. No es una apología feliz y despreocupada del consumo de
drogas. Es un viaje, literalmente, por todas las fases del consumo, desde la
primera curiosidad y los síntomas de narcotizante alegría del principio, al
miedo por ver que tu alejamiento de la realidad se alarga, con esas imparables alucinaciones, hasta el peligro real de morir y todo ese largo etcétera. Corman y Nicholson nos
pasean por ahí, por ese camino de baldosas amarillas. Que es un camino paralelo
al de Tarantino.
La película de
Tarantino pasa muy, muy por encima del tema drogas; tanto, que casi podemos
decir que ni aparece. Pero en su (logrado) intento de recrear una época, he
visto que el título de Corman le hace de buen complemento, de significativo
antecedente. En Érase una vez vemos a
un actor en decadencia (aunque relativa), el auge de los subgéneros y, cómo no,
la cultura hippie con sus contradicciones a cuestas. Ahí es donde hace de buen
contrapunto el título de Corman. Aparte del cine del Nuevo Hollywood y los
primeros spaghetti westerns, aparte de la familia Manson y las comunas hippies,
estaba, en esa misma época entretejida, la ralentización deformante causada por
los viajes de LSD que vemos en El viaje,
uno de los títulos mayores de un cineasta total. Si primero vemos la película
de Corman, igual entenderemos mejor las decisiones de esa comuna hippie. Vemos lo
que ve el que se droga, y ahí es donde no se mete la película de Tarantino –porque
no tiene el más mínimo interés en meterse por ahí– y así la conjunción de las
dos películas hace que tengamos una imagen más completa de una década vibrante.
Imágenes rotoscopiadas,
planos atropellados, pisándose unos a otros, alucinaciones filmadas con, uno diría, conocimiento de
causa, contrapicados que agrandan una visión impactante: la dirección es de una
estilización cautivadora. Y todo esto es sólo una parte del caldo de cultivo del que ha salido
la, hasta el momento, última película de Quentin Tarantino.
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