La primera de Stallone y algo más
Qué feliz me hizo
Sylvester Stallone en “aquella vida de mi infancia[1]”,
y qué feliz me sigue haciendo ahora. Por fin he podido ver su ópera
prima, una película de título prometedor: El potro italiano, en la que le vemos más joven que nunca y predispuesto a hacer un poquito lo que sea (bailando, por ejemplo). Porque antes que llamarlo porno blando lo llamaría una película erótico-setentera,
y que luego cada uno, con esos dos ingredientes, imagine el grado de explicitud de las imágenes, de las
sinvergüencerías que se ven en pantalla.
En la película no pasa nada. De nada. Si
la menciono hoy aquí es, sin embargo, por dos cosas. La primera es el único
valor que sí le veo, y es –o son– esos planos metafóricos, levemente oníricos y
tan descriptivos de la época, en los que el jovencísimo Stallone ve, en el Central
Park de Nueva York, lo que quiere ver: que esa señora del vestido se quita el vestido y
debajo no lleva nada. En ese sentido, la
película transmite bien la obsesión del personaje, y lo hace con esas miradas vagas y perdidas que se le atribuye al que va colocado. Eso está bien.
La otra virtud que
destacaría de esta película, aparte de la curiosidad de ver al primer Stallone,
es una que le añado a posteriori. No es un valor intrínseco de la película,
sino uno que le podemos ver, si queremos, y es que transmite bien el espíritu de la
época hippie. El diseño de los interiores, con esas alfombras, esos colores y
esas líneas curvas, y el vestuario holgado y estridente de los personajes,
junto con sus accesorios en forma de grandes aros en los lóbulos, para ellas, y hebillas chillonas, para él, son
imaginería que nos lleva directamente a
esos años, a esa cultura. Ya digo que esto no es un valor atribuible a Morton
Lewis, el director, sino al simple hecho de haber sabido escoger los adornos
acordes a su tiempo, y con ellos reflejar unas actitudes extendidas y
representativas de toda una década, por no decir dos. El amor libre, la
pluralidad o las drogas. También hay
un par de arranques de machismo extremo que imagino que sólo ahora, en estos
últimos años de la segunda década del siglo XXI, estamos empezando a combatir.
Y ese algo más del título, que no tiene nada que ver con lo anterior, es el
estado de la prensa cultural, o de cierta prensa cultural. ¿Cuántas listas se
publican al año? Casi cada semana hay una. Y cuando no es una lista con las 25
mejores películas bélicas, es una con las 10 que tienes que ver, sí o sí, antes
del estreno de la última de Tarantino. Todo esto ha pasado hace pocas semanas. Sólo
hay que ir al buscador. Es todo tan arbitrario, tan gratuito. Lo malo de las listas es que esa brevedad es llamativa, a primera vista, para el lector, pero
contraproducente, en general, para todo el mundo, porque impide la precisión,
la atención al detalle y el análisis. Hay que ir al grano y para mañana no
puedo entregar una lista con las 10 mejores películas de fantasía de los años
80, profusamente documentada, visceralmente analizadas, así que apuntaré cuatro
cosas irrelevantes sobre cada una de ellas, y ya. Lo malo de las listas es que se rebaja el
nivel de la crítica, se rebaja el nivel de lectura, y se rebaja la importancia de las obras
seleccionadas. Demostración.
La princesa prometida
Excalibur
Indiana Jones
Willow
La historia
interminable
Wizards
Los inmortales
El señor de las bestias
Indiana Jones en el
templo maldito
Heavy Metal
La dejo así, y ya
funciona. Que los lectores comenten en el espacio que tienen habilitado. Que completen
lo que mi incapacidad o mi pereza me impiden. Podría añadir unas frases para
cada título, pero en esencia es eso. Y abundan estas cosas en nuestra prensa
cultural no remunerada, y me pregunto por qué.
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