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Un hermoso vaivén

Cuando, en La Odisea, Poseidón le pregunta a Polifemo: ¿¡Quién te ha cegado!?, éste responde: Nadie. Ulises, el muy zorro, le había dicho que así se llamaba.
De Homero tomaron el título de la película Mi nombre es... Ninguno, de Tonino Valerii. El protagonista se hace llamar así porque prefiere la calma del anonimato y pasar inadvertido entre los peligros del salvaje oeste.

La película es en primer lugar un acto de amor al género. Los personajes, en el cementerio, leen sobre una lápida el nombre de Sam Peckinpah; en otro momento citan a un tal Valance; el saloon se llama Cheyenne; el protagonista es Henry Fonda; el enemigo es un grupo de 150 jinetes enfurecidos llamados The Wild Bunch (alarma Peckinpah sonando otra vez); y la primera escena es un homenaje directo a Once Upon a Time in the West, de Sergio Leone, quien, por otra parte, produce la película. (La escena recuerda tanto a su propio cine que hay quien cree que la rodó él mismo).

Fonda simboliza el western clásico y Terence Hill el spaghetti, el relevo. Sin embargo, no quiere ser borrón y cuenta nueva, sino continuación, acto de reverencia y gratitud. Es toda una declaración de principios. De hecho, la película es, única y exclusivamente, eso: metacine puro y duro. No en el sentido de películas que narran el modo de hacer películas, que narran la narración, sino de película que es consciente de estar posicionándose en una tradición, del lugar que ocupa, de su vocación de vínculo.

Hill recibe el encargo de matar a Fonda; pero Fonda es su héroe, su ídolo, y, aunque quiere asumir su categoría, se ve incapaz de matarlo. De hecho, lo que realmente quiere es conseguir que su ídolo quede registrado para siempre en los libros de Historia. El argumento, por usar una expresión de Borges, es deliberadamente baladí. De todos modos, se engrandece cuando pensamos que Fonda no es Fonda sino todo un género, asentado y famoso, y Hill no es Hill sino la relectura creativa de ese género, que lo lee con venero. El discurso final de Fonda, a bordo de un barco, enfundado en un tabardo (qué bonitos son los tabardos), es inequívoco: le dice a Hill que le queda un duro camino, ahora que el oeste se acaba -estamos en el año 1899- y a él, que ha vivido el esplendor de esa época, le toca marcharse. Que ya está. (Y todo esto recortado contra una puesta de sol, preciosa como Debbie Harry).

Por un lado tenemos la admiración, el amor del nuevo, que le impide acabar con su predecesor, y por otro tenemos la aceptación del predecesor que, gustoso, cede el sitio. Vemos pues en esta película el vaivén natural del avance de las artes. No tiene argumento la película. La película no nos está contando nada interesante. Su hechura es algo secundario. Está analizando lo que ha ocurrido con todo un género, prefigurando lo que vendrá después y construyendo un discurso consciente de sí mismo y liberador. Liberador porque admite el cambio. Porque en resumen nos dice: vuestro turno acabó. Ahora nos toca a nosotros. Pero bien. Tenemos que recoger una tradición y continuarla. Con gratitud.

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