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Alguien que escribe es un funambulista

Hace tiempo escribí esto en una de las primeras entradas del blog:

si la intención es no aburrir, el añadir imágenes [a un texto] no es la solución adecuada. Hay que seducir al lector. Y hay que hacerlo mediante la escritura. Hay que trabajar la prosa; trabajarla a fondo hasta que el lector no pueda escapar. El correr de las palabras tiene que ser suficiente para mantener atento e interesado al lector.

Escribir es avanzar por una cuerda suspendida en el vacío. A ambos lados de esta cuerda levitan dos polos tentadores. Esta dualidad hace que el movimiento de la escritura en ocasiones no sea recto sino que oscile, o en mi caso oscile, entre los dos polos, debilitando la personalidad de la escritura (si es que la tiene) con esa indecisión. A veces he cedido a los peligros encantadores de un polo, y a veces a los del otro. En cualquier caso, no he conseguido avanzar sino que me he caído.

El polo A consiste -en mi caso- en una escritura plagada de adjetivos y adverbios. Dicha sobreabundancia tiene una explicación (pelín vergonzosa): el razonamiento es que contra más adjetivos y adverbios, más color. Soy partidario, como dice el parrafito en cursiva de hace unos instantes, del color y de no aburrir a nadie. También soy partidario de trabajar bien el lenguaje. Pero he confundido una cosa con otra. He creído que una escritura rica y viva es igual a la presencia chillona, conspicua, llamativa de adjetivos y adverbios. Presencia que por sí misma no garantiza nada (acabamos de ver un triple ejemplo). En muchos casos, en muchos de los textos que he escrito, ha perjudicado su valor global. ¿Por qué? Porque no los he utilizado cuando eran necesarios sino como capricho. Para encandilar. He creído que sin el color del adjetivo ni el matiz del adverbio mis textos perderían, y se convertirían en artefactos endebles. Leer a Rafael Pinedo o a Juan Rulfo, por ejemplo, nos enseña que despojar nuestra prosa de adjetivos es el fruto de un trabajo de exfoliación radical del lenguaje, y que no hay menos color ni fragancia en ese gesto.

El temible polo B es la tendencia, la molesta tendencia que he desarrollado, con el tiempo, a escribir frases largas en las que, como puede empezar a ocurrir a partir de ahora mismo, un lector normal pierde el referente original, el referente primero, y se aleja asustado y desorientado por no entender el significado de estas frases serpenteantes que podrían haber acabado hace mucho -como ésta, que podría haber acabado después de "frases largas" y que hace ya un buen rato que no aporta nada útil y que lo único que hace es contribuir a lo que normalmente llamamos, con acierto, "marear la perdiz"-, que dicen poco y que, en general, podrían decir más con menos palabras y menos cláusulas fastuosas y confusas (absolutamente innecesaria para la frase el contenido entre guiones, pero un poco sí para ilustrar lo que denuncio), y podrían aburrir menos y rezumar un aroma de humildad en lugar de tanta y tan ofensiva soberbia, que siempre o casi siempre se esconde en los recovecos más recónditos de este tipo de frases tan horribles.


(Perdón por lo que acabo de hacer).


La manía de la frase larga puede molestar menos. No pasa nada, creemos, si nos perdemos un poco mientras la frase sea bonita. Al fin y al cabo, la puedo releer. Pero no estoy de acuerdo. Creo que si abrazamos con fuerza cualquiera de los dos polos, la prosa perderá su vocación de abrazo y se convertirá en un empujón callejero. Un poco cutre, esto, pero no por ello menos cierto.

Hemos de mantener el equilibrio para poder avanzar.

El esfuerzo de la reescritura es la barra que sostiene el funambulista para no caer hacia los lados.  

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