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Me fastidia admitirlo

La primera vez que vi Malditos bastardos no supe muy bien si me había gustado o no. Ahora ya he perdido la cuenta de las veces que la he visto. Con Django Unchained pasó lo mismo. Ahora, al volver a verla, creo que estamos ante la película más floja de Tarantino.

Que el spaghetti western está presente en su obra y que nutre buena parte de su estilo lo sabemos claramente desde, como mínimo, Kill Bill, donde hay referencias directas a pilares del género como Django, Kill (Giulio Questi), Gran duelo al amanecer (Giancarlo Santi) o Salario para matar (Sergio Corbucci), así que era normal esperarse una oda al género, matizándolo con su poética personal y su narrativa desordenada. Pero no fue así.

Lineal y clasicona, simple y unidimensional, uno de los problemas principales de la película es que resulta demasiado evidentemente deudora de Malditos bastardos. Hay escenas calcadas (como la de la cena en Candieland o el hecho de que Christoph Waltz hable en alemán para que los demás no le entiendan), y el paralelo es fácil de establecer: los judíos de la Segunda Guerra Mundial son a Malditos lo que los esclavos africanos son a Django. Si antes reescribía la Historia europea bajo unas directrices felizmente anárquicas, el director clava ahora su mirada en el pasado criminal de Estados Unidos, y aprovecha para rendir homenaje a los esclavos, para hacer su propia justicia poética con un Django que se carga la tradición blanca esclavista a base de tiros y latigazos. El escenario moral, en las dos películas, es el mismo. Tienes la impresión de ver la misma película con diferentes decorados.

Por otra parte, la relación entre Waltz y Foxx está cogida por los pelos. Es decir: no tanto su relación como la intensidad de la misma, la fidelidad que Waltz, un tipo frío y calculador (en el fondo), profesa por alguien que, al fin y al cabo, solo le interesa para conseguir una de las muchas recompensas que cobra al año por su trabajo. Cuesta de creer. No profundiza en su relación y cae en un error básico: no nos demuestra que su relación evoluciona, ahondándose; nos lo dice. La consecuencia de esa pereza narrativa es que no nos lo creemos. Es todo muy gratuito y caprichoso. Ahora me dices que tienes una mujer, y que la quieres salvar. No te preocupes, hombre, me quedo contigo todo el invierno, me ayudas en mi trabajo, y en primavera la rescatamos de sus crueles captores blancos. No, gracias. No me lo creo. La relación mentor-alumno, como en El día de la ira, de Tonino Valerii, o en Death Rides a Horse, de Giulio Petroni, está bien pero es simplona. Al principio, en la primera mitad, Waltz es el personaje principal; después, Jamie Foxx toma el relevo (para mal). Sin carisma alguno, Foxx cuestiona a su maestro cuando le pide que dispare a un asesino en presencia de su hijo. Tarantino podría haber tirado por ahí, podría haber explorado un poco más la conflictiva relación que, de manera natural, se desprende de estas discrepancias, pero no lo hace. En definitiva: los personajes están mal dibujados y la relación entre ellos está mal estructurada. Se nota que evolucionan así porque el clímax de la película lo requiere, pero el engranaje hasta llegar ahí está lleno de vacíos.

Donde sí acierta es en el doble papel de Christoph Waltz. Un cazarrecompensas que se hace pasar por dentista. Recuerda al Hunt Powers de Sugar Colt, de Franco Giraldi (en el sentido de que este se hace pasar por médico cuando no lo es), y en el de estructurar el relato en dos partes claramente diferenciadas. Waltz tiene que interpretar en Django Unchained a un personaje que es en sí mismo un gran actor.  

Otro fallo del guión es la relación de amor entre Jamie Foxx y Kerry Washington: está a medio gas. No vemos ninguna chispa saltar entre ellos. No vemos nada salvo grisura aburridora. Jamie Foxx parece más entusiasmado por la idea de matar que por reencontrarse con el amor de su vida. No hay intensidad alguna en esa relación. Tan grande es su amor –nos dicen- que se embarcan en una misión semi-suicida. Pues no lo parece, la verdad. Al contrario: de toda la película, y aquí coincido con Carlos Boyero, el de Samuel L. Jackson es el mejor personaje, el más complejo. El más lleno de matices, ambigüedades y contradicciones. El más temible. Porque el de DiCaprio es malo sin más. Despótico, autoritario y helador. Y lo interpreta muy bien y es repugnante. Pero el de Jackson es mefistofélico, sibilino y culebreante. Cuando al final tira su bastón y endereza su espalda, vemos que la postura encorvada y frágil que adoptaba a lo largo de la película era parte de su excelente papel de viejo servil. Estaba todo pensado y maquinado al detalle. Encarna a la perfección el peloteo adulador de lo que se conoce como “Uncle Tom”.

La violencia. Muchos textos han criticado dos excesos en la película: su duración y la violencia. Aquí discrepo. Entrar en debates respecto a este tema es ridículo, de todos modos: a quien se le hizo larga y pesada nada puede hacer para evitarlo. Sin embargo, sobre la violencia sí se puede discutir. Como dijo el mismo Tarantino: hay dos tipos de violencia en la película: la catártica (Django cargándose a sus captores, a sus torturadores), y la violencia repulsiva, que nos obliga a apartar la mirada (la pelea de mandingos o la muerte del esclavo huido a manos de los perros). Es necesario que nos muestre esas dos violencias, y muy valiente haberlo escogido así. Y escandalizarse por eso o criticar esas escenas es caer en una mojigatería irritante y bastante lerda.
 
Por otra parte, Tarantino demuestra aquí más que en Malditos bastardos que no solo tiene una sensibilidad especial para el cine urbano. Abre mucho los planos, mostrándonos la vastedad del territorio, y los paisajes están espléndidamente fotografiados. Las escenas en la plantación de algodón son una maravilla. La visión estilizada del paisaje sureño contrasta con la crueldad de sus habitantes (algo parecido ocurría en Drive). Y el disparo que, a cámara lenta, impregna la sangre del esclavista sobre los algodones consigue que la metáfora sea tan poderosa (en su significado) como visualmente impactante; la escena así adquiere la textura del poema visual. Bonitos y, como digo, bien fotografiados, los paisajes son, de todos modos, impropios del spaghetti. Pocas plantaciones y poca nieve se ven en el género. (Aunque esto es enriquecedor). O escenas como la del Ku Klux Klan o la del Sheriff y el Marshall. O la primera de todas, donde nos obliga a mirar las espaldas cicatrizadas de los esclavos, los grilletes que inmovilizan sus pies, y las nubes que exhalan al respirar, bien iluminadas, nos dicen hasta qué punto hace frío en el Sur.

No lo he visto mencionado en ningún sitio pero el viaje a Candieland recuerda al de Martin Sheen en Apocalypse Now en busca de Kurtz, o al viaje fatigador de Klaus Kinski en Aguirre, la cólera de Dios, en su infructuosa y fanática búsqueda de El Dorado. Todos en busca del mal de su tiempo.

Diálogos buenos pero en general menos brillantes que en anteriores ocasiones, simpáticos cameos como el de Bruce Dern o el obligado de Franco Nero, o los de Russ Tamblyn, Amber Tamblyn y su infalible Michael Parks, y la ecléctica elección de la música espabilan un poco la función, pero, como decía al inicio, estamos ante la película más floja del autor que, por otra parte, dirigió la mejor película de los años noventa.

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