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Si no te hubieras encantado ni perdido ante el espejo

Sobre Mazurca para dos muertos no me atrevo a escribir. San Camilo, 1936 es una novela-mosaico ambientada en la histeria electrizante de los días inmediatamente anteriores a la guerra civil sobre la que tampoco quiero escribir. Sobre la quinta novela de Camilo José Cela -difícil esquivar la rima- sí que quiero decir algunas cosas.

En las páginas previas a la novela, Cela nos advierte que en Mrs Caldwell habla con su hijo ha ensayado la segunda persona; el libro es un monólogo interior disfrazado de cartas destinadas al hijo de la señora Caldwell, muerto en el mar Egeo. Como monólogo interior está lejos de la plasticidad gráfica del monólogo de Carmen en Cinco horas con Mario. Tenemos soledad y aburrimiento y un profundo echar de menos, taimada locura e inclinaciones levemente incestuosas, pero estamos lejos de la introspección humana de la novela de Miguel Delibes.

En cambio, parece el autor más preocupado, más centrado, más obcecado y juvenilmente entusiasmado con la idea de refinar su prosa que en la tarea –más compleja- de transmitir la pena mutiladora de las ausencias de Mrs. Caldwell. Esto, que podría haber sido un gran libro, convirtiéndose en metáfora del duelo global que sufría entonces este país –está escrita entre 1947 y 1952-, que podría haber reflejado la sensibilidad humillada de tanta gente, se queda, al final, en simple ejercicio de estilo. No transmite un sentimiento ni una idiosincrasia humanas verdaderamente reconocibles. Y el progresivo derrumbamiento de la madre nos llega solo tenuemente, muy quedamente. Tenemos, eso sí, cantidad de perlas de prosa embellecida:


1)      Sueño, apaciblemente, con la idea de que este tiempo se prolongue, de que este tiempo dure y se eternice como mis mejores y más puros sentimientos hacia ti.


2)      La soledad, hijo mío, no es buena madera para poder pasar las yemas de los dedos sobre la huella de tu nombre, Eliacim.

3)    Pero el rescoldo de la chimenea, Eliacim, es algo que hemos de conformarnos con mirarlo fijamente, a veces casi a traición, para que pueda ir entregándonos, poco a poco, ese hijo ardiendo que todas las madres perdimos, quién sabe si para que nos sintamos avergonzadas de seguir viviendo, avergonzadas de seguir escuchando el atormentador latido de nuestro corazón.
 

Cela, vemos, quiere gustarse, quiere lucirse y se olvida que entre manos podría haber tenido una gran novela en lugar de su propio ego (consentido). Y digo gran novela no solo porque podría haberse erigido en metáfora del sentir herido de todo un país, sino por haberlo hecho con un monólogo interior femenino, fragmentado en más de 200 cartas breves. Algo inusual en la literatura española de posguerra. Huelga decir que, pese a lo dicho, Caldwell es una lectura entretenida y esas perlas de antes, incontables a lo largo de las menos de 200 páginas del libro, agrandan poco a poco el tamaño de nuestra admiración celiana. Que esto es cierto, al menos en mi caso, lo demuestra el hecho de que, hace pocas frases, haya dicho lo de la pena mutiladora de sus ausencias en lugar de, por ejemplo, el dolor por la muerte del hijo. Pasa como con Neruda: uno tiende, al leerlos, a la imitación involuntaria de su estilo. (Vemos que Harold Bloom dio en el clavo con su teoría de la angustia de las influencias. Por otra parte, el final encadena una serie de explosiones visuales -las fantásticas alucinaciones de la madre- que se cuentan entre lo más delirante, en el mejor sentido de la palabra, de cuanto ha escrito su autor). 


Por cierto: en esta novela tenemos una perla precursora de las descripciones del orvallo gallego que felizmente abundan en Mazurca para dos muertos: "La lluvia cae pertinaz sobre los cristales, hijo mío". Décadas más tarde sublimaría Cela las descripciones del caer murmurador de la lluvia en los cristales de las aldeas gallegas.

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