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Sobre una novela corta

Creo que la novela Ojos que no ven de José Ángel González Sainz haría las delicias de un Isaac Rosa o de un Menéndez Salmón por cuanto el tema principal, o el que yo destaco como tema principal, es el mal. Un mal arraigado. Un mal político y de Estado. Una maldad que, nos dice el narrador, es hija de la imbecilidad: “…tanta imbecilidad, que es lo primero que es la maldad, pura imbecilidad de idiota de remate”. El narrador enlaza muy sutilmente la violencia estúpida de los crímenes franquistas con la también estupidizada violencia etarra. Todas manan de nuestra misma ceguera imbécil. Vemos una revisión histórica de la presencia cíclica de ese mal entre nosotros. 

Entrelazada con el argumento brota una reflexión sobre el lenguaje que ya encontramos en Primo Levi o en Jorge Semprún: la dificultad que tenemos de expresar, palabras mediante, lo que ocurre a nuestro alrededor, a nosotros mismos. Cómo el lenguaje nos acerca y nos aleja de esa espantosa y cercana realidad. Cito: “el autor material del asesinato, y lo decía no sólo como si dijera las palabras sino igual que si se hubiera metido por ellas para haber estado en lo que ellas decían”. El lenguaje puede ser pues el vehículo que nos lleve a una realidad ajena, cargada de horror, que canalice nuestra impotencia hasta situarla en otra realidad donde al fin pueda ser testigo fidedigno de unos hechos alejados. Pero está también la imposibilidad de decir nada ante el horror en sí, el bloqueo mental del que ni una sola palabra puede sacarnos, del hermético espanto que nos sella en el silencio más absoluto y cargado de sinrazón.

También acepta la lectura simbólica el camino que recorre una y otra vez el protagonista, sus idas y venidas, la contraposición de lo urbano con lo rural, la presencia de amenazadoras aves carroñeras en el transcurrir diario de la vida de pueblo.

Resumen: Felipe Díaz y su familia emigran a una ciudad guipuzcoana para buscar trabajo (estamos a finales de los setenta, se entiende). Con el tiempo, se separa de su mujer y vuelve al pueblo. Su hijo mayor se tuerce. Le corroe el odio contrapaterno hasta que un día lee el padre en el periódico la noticia que no podía ser, al fin y al cabo, ninguna sorpresa. Su hijo es acusado de asesinato.

Y cuando Felipe, el padre, se culpa y se sabe solo ante el desastre, se inquiere por lo que podría haber hecho y no hizo, por todo lo que podría haberle dicho a su hijo para rectificar su transcurrir perverso, se encuentra ante un sinfín de posibilidades censuradoras, de opciones que podrían haber enderezado el camino equivocado del hijo de haberlas sabido ver a tiempo. Pero, y aquí viene la maestría de González Sainz, en lugar de recriminar con dureza algo que al principio de ninguna manera podría prever, entiende que tendría que haber hablado con su hijo en un tono conciliador, “más comprensivo, más en su lugar, tratando de razonar con él y de ver las cosas desde su punto de vista, de ver lo que él podía ver”. He marcado en cursiva algo que me ha recordado una cosa que dijo Ernesto Sábato en la entrevista que le hizo, hace ya tiempo, Joaquín Soler Serrano. Dijo que sí, que Samuel Beckett está muy bien y que “ha escrito obras hermosas”, pero que no es tan grande como todo el mundo dice precisamente por no haber sabido ver todo el espectro de la conducta humana, todas las caras esquivas del ser humano y por tanto por haberse centrado solo en su lado oscuro y por tanto por haber minimizado nuestra naturaleza. Ese gesto lo aleja de los grandes de verdad, dice Sábato. El narrador de González Sainz, en boca de su protagonista, sabe que para acercarse a los misterios de nuestras decisiones, uno debe mirar de frente lo que el otro ve, alejarse de uno mismo y abrazar la otredad.


Proclive, como Javier Marías, a la frase larga, la prosa de González Sainz fluye con nitidez y precisión. Con un poder imantador que no es habitual. Lo diré sin más: escribe una de las prosas más bonitas que conozco. 

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