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Algunas películas conservan la luz del verano

Doblaremos la esquina y ahí estará, agazapado, esperándonos, el otoño. El muy mamoncín. Así que nada mejor para despedirnos del verano que comentar dos necesarias películas veraniegas que transcurren en alta mar: Blue Water, White Death y Open Water.

Spielberg vio la primera y se quedó prendado. Dirigida por Peter Gimbel y James Lipscomb, se trata de un atrevido documental sobre el gran tiburón blanco. De todos modos, como pasa con los documentales de Werner Herzog, se aleja del marchamo cientificista del género y se adentra en la imagen estilizada, en el intento de plasmar la belleza del mar y la de estos animales nadando libres en ese mar que les pertenece. Y no solo estamos ante unos delicados cineastas, estamos también ante unos narradores que han sabido contar con nervio la evolución de su viaje, los altibajos naturales de su aventura. (El metraje real de Tiburón, por cierto, en el que vemos a un tiburón real, es de los creadores de esta película).

Lo único malo de la película es que no tiene un fin concreto. El objetivo es grabar tiburones blancos, por primera vez, fuera de las jaulas. Pero eso es un mérito al valor, un elogio a la valentía de los cineastas, y no un mérito artístico. Así que podríamos decir que, pese a lo excelente de su hechura, le falta un objetivo más definido e interesante.

Las imágenes nocturnas son impresionantes, con ese baile de luces entre la oscuridad de la noche y los fogonazos de las linternas que le confieren un aire como de confesión. Un intercambio de colores en medio de la nada. Y las largas tomas sub-acuáticas nos sumergen en otro mundo con sus suaves movimientos de cámara, con las que consiguieron unas imágenes que ahora ya son parte de nuestro imaginario: las de un gran tiburón blanco en su hábitat natural. Precursora evidente de Tiburón, también lo es, aunque de manera algo menos evidente, de Life Aquatic, de Wes Anderson. 

Dato curioso: estamos en el año 71 y, en general, se sabe menos de los tiburones blancos que ahora. Para atraerlos, pues, los cineastas siguen a barcos balleneros con la esperanza de que los cadáveres flotantes de las ballenas –los llenan de aire para que floten- hagan de sabroso cebo para los tiburones. El ballenero al que siguen, el ballenero al que se acercan, el barco ballenero que mata e insufla aire al cuerpo inerte de un precioso cachalote, lleva la bandera española ondeando en el costado.

  
Open Water, de Chris Kentis, es una verdadera gran película veraniega que transcurre en alta mar. Un matrimonio se va de vacaciones a hacer submarinismo. En su primera inmersión, se quedan rezagados bajo el mar, y, cuando suben a la superficie, se dan cuenta de que han sido olvidados. No hay nada a su alrededor salvo el agua y un horizonte lejano y después más agua.

La cámara bambolea a nivel de mar, flota por encima de la superficie como nuestras cabezas, potenciando así la sensación de asfixia. Domina la estética naturalista conseguida con pocos medios: la película está grabada con cámaras caseras. Y el montaje está tan bien hecho que pareciera que los tiburones han entendido lo que se espera de ellos en cada escena.

El final es todo menos complaciente: se aleja el director de las imposiciones edulcorantes de Hollywood. No están solos como en 127 horas, Buried, Locke o Náufrago, cierto, se tienen el uno a la otra, pero eso le otorga otro sesgo especial a la película: las tensiones que surgen entre la pareja. Vemos todo el espectro de sus discusiones desplegado en un microcosmos que mezcla la soledad, el peligro de muerte real, y el olvido.

Ya tienen miedo cuando les pica una medusa translúcida, ondulante, así que las primeras aletas en rasgar la superficie suponen un salto cualitativo en el horror. Los tiburones merodean a su alrededor, hambrientos y calculadores.  Hasta que llegamos a los últimos minutos de la película, que te cortan la respiración. Una película arriesgada que supera sus ambiciones, que apela a un miedo atávico y muy sencillo: el de estar solos e inermes en medio del mar, de un mar infestado de tiburones a quienes estamos molestando con nuestros inútiles chapoteos, con nuestros sollozos de desespero. Como dijo Rogert Ebert en su crítica, al ver Open Water tienes que estar repitiéndote, constantemente, que lo que estás viendo, por suerte, es solo una película. 

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