En el nombre del cine lúdico-festivo
Al
principio no me lo creía. No podía ser, de tan brillante. Pero sí: el
nombre de Rambo viene del poeta francés Arthur Rimbaud. David Morrell,
novelista creador del personaje, tuvo ese gesto de coquetería literaria, y
acertó. En la cuarta película de la saga, nos dice Sean Gill, el recuento de
muertos asciende a 236, ninguno de los cuales, faltaría más, muere una muerte
natural. Si pensamos que dura 91 minutos, salen a 2,59 muertos por minuto. Pese
al dato y aunque suene raro, tenemos que ver Rambo como
la culminación perfecta de la saga, como la vuelta a casa de un cansado
luchador al que ya solo le queda irse a dormir temprano los últimos años de su vida.
Es
también un buen ejemplo de cine lúdico-festivo, porque nos da lo que queremos en
dosis excesivas y sin grandes reflexiones: a Rambo matando. También nos ofrece,
como digo, una mirada afectuosa hacia el personaje, una mirada cariñosa y de
sentido consuelo, de un más que merecido recogimiento en el descanso de su
hogar. Sí, al fin vuelve a casa. David Morrell mató al personaje en la novela.
También Stallone moría en uno de los finales alternativos de la película
original. De haber seguido los pasos del autor, nos hubiéramos ahorrado unas secuelas
flojas y desvirtuadoras, pero tampoco hubiéramos asistido a esta inesperada
entrega de calidez, ni a la llamada de la balsámica y, en el buen
sentido, anestesiante jubilación.
Ejemplo más claro de cine
lúdico-festivo lo encontramos en Leprechaun,
una película que es exactamente lo que quiere ser: pura diversión sin
pretensiones. Eso es cine lúdico-festivo. Necesario y valiente, es importante
para que, entre otras cosas, no nos olvidemos de cuidar las partes más ocultas de nuestro catálogo de
filias culturales. En Leprechaun, de
Mark Jones, vemos a Jennifer Aniston haciendo de Rachel antes de ser Rachel en Friends. Y a un leprechaun haciendo de
Chucky o de Gremlin o de Critter. ¿Original? No lo tengo muy claro. Pero, explotadas ya las fiestas de Halloween, de
Navidad, de San Valentín, del día de los inocentes o la del mismo cumpleaños, había que recurrir a otros rincones de la mitología popular para
conquistar nuevas parcelas de imaginario para el cine de terror. En el
leprechaun irlandés encontraron, a principios de los noventa, un filón. Una
slasher que no da miedo pero que, ahora, es una pequeña reliquia para los
devoradores de Aniston, para los fanáticos del cine de terror, para los que
disfrutan anticipando los movimientos de una película. Leprechaun es modesta, pequeña y cumplidora. Nos regala, como todo buen cine lúdico-festivo, hora y media de diversión bien articulada, bien posicionada en el género en que se instala, y nos concede el placer de saber qué haría un leprechaun suelto por una casa de campo, de noche, y con una avaricia sin escrúpulos.
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