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Presencia de Kafka en Starship Troopers

Empecé a leer la novela de Heinlein con la intención, deshonesta y manipuladora, de rebajar, en la medida de lo posible, la dosis de fascismo que suele atribuírsele a cada una de sus páginas. Bueno. He sido incapaz. 

De un fascismo bronco, orgulloso de sí mismo, Starship Troopers glorifica al ejército, justifica la guerra, ningunea a las mujeres, desprecia con odio al enemigo, se regodea en sus victorias. Traduzco algunos ejemplos: "Carmen era tan decorativa que no podías pensar en ella como algo útil", o la última frase de la novela, que no pasa nada si se lee ahora: "A la gloria imperecedera de la infantería". No copio más fragmentos porque los más representativos de este carácter retrógrado son demasiado largos. El abuso de este orgullo patriótico resulta invasivo para el lector. (Para el lector no fascista, se entiende).

De acuerdo, pero hay cosas que, por inesperadas, sorprenden en este novela. Primero: hay dos escenas que irrumpen en medio de la novela con un despliegue de desacomplejada emotividad, de sincero y hondo afecto: la del reencuentro del narrador con su padre, sobre todo en el momento en que se da, y la descripción del consejo de guerra. Consigue Heinlein aquí las dosis de escritura de mayor voltaje, y es que Heinlein escribe de maravilla. Además, ha dado con una frase memorable: “Hapiness consists in getting enough sleep”. Completamente de acuerdo.

Lo segundo que quiero destacar es el episodio kafkiano, al menos en el sentido que solemos darle a la palabra. En una batalla, el soldado raso Kendrick se pone a cubierta. Lo malo es que lo hace sobre un hormiguero en erupción, parece ser, con lo que le resulta bastante difícil estarse tan quieto como el superior exige de él, improperios mediante. El superior, al ver que el soldado desobedece, se acerca a él y le agrede, con fuerza, en la cara. Lo bueno es que Kendrick se devuelve. Claro que sí.

Bien, todo esto lleva a un escalofriante consejo de guerra y a la expulsión definitiva del soldado del ejército. Cuando, ante el juez, intenta justificar su decisión, argumentando con todo sentido que se estaba devolviendo y que, en todo caso, el mando superior había atacado primero y por la espalda, le contestan que eso es irrelevante y que nada puede hacer para evitar los latigazos que recibirá en la espalda mientras cuelga, por las muñecas, ante todo su pelotón. Después de la ceremonia, habla el oficial involucrado con el juez para pedirle que readmita al soldado. Para decirle que tenía razón el soldado y que se ha cometido una flagrante injusticia. Para decirle que la desproporción entre el hecho y el castigo es demasiado grande. Pero el juez se mantiene firme en su decisión. La autoridad es el muro que no escucha. A nosotros nos queda la reacción del soldado. Reacciona con la incredulidad con la que reaccionaríamos todos si viéramos que el absurdo radical está metido de lleno en el tuétano del ejército. La consiguiente sensación de impotencia es asfixiante. Aquí nadie se justifica ni nadie argumenta nunca nada porque no tienen por qué hacerlo. Como Kafka ya demostró en su sangrante novela El proceso, el absurdo es ubicuo. Pareciera que lo adoramos.

Sé que nada de esto erosiona la cantidad de fascismo que contiene el libro, pero al menos queda este episodio kafkiano en el seno de una institución que no debería existir, y eso, aunque esté lejos de las intenciones patriotas de Heinlein, hace que este libro sea, aunque menos que la película de Verhoeven, altamente recomendable. 

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