Conversación con Marc García en torno a la última de Tarantino (Parte 3)
MA: Siempre ha considerado Tarantino que se tenía que eliminar la moral de
la ecuación (en cine) y, consecuentemente, vemos, en todos los personajes de
todas sus películas, una desestabilizadora ambigüedad moral. No veo que
Tarantino se decante por uno u otro personaje. Veremos que el de Jackson
concentra la mayoría de miradas (y de simpatías), pero no deja de ser un tipo
vengativo y sanguinario; Kurt Russell, que déjalo suelto, es redimido al final
por salvarle la vida, con su preventiva intervención, a Walton Goggins, quien,
a su vez, acaba despegándose un poco de la repugnancia moral en que venía
envuelto al principio por, precisamente, congraciarse con lo que él entendería
por el enemigo. Se van moviendo todos los personajes sobre una base de
ambigüedad moral como si fueran piezas de ajedrez. Fluctúa su grado de
inmoralidad, sí, evoluciona o involuciona, pero siempre sobre esa base de
ambivalencia tan frecuente en Tarantino. Otra cosa es la toma de partido
general que se percibe de la película, la orientación moral de sus intenciones,
pero si hablamos de personajes, de la simpatía que por ellos pueda sentir su
autor, que creo es total, o del escalafón que ocupan en un hipotético
termómetro moral, no creo que podamos encontrar muchos gestos desinteresados, moralmente
instructivos, que puedan situarlos muy arriba. Dicho esto, creo que podemos
condonar a Warren por no tenerlo todo previsto, por no anticiparse a todo. De
haberlo hecho, no habría final, seguramente. Un reproche no muy pensado.
Creo que estamos de acuerdo en la mayoría de cosas expuestas. Matiz arriba,
matiz abajo. Para responderte: no, no vi la orfebrería visual propia del giallo. Y no quiero ponerme pesado
citándola otra vez per la citaré otra vez: La cosa, que no es giallo pero
sí incurre, en algunas escenas, en el cromatismo arrebatado que suele asociarse
al giallo, es la película
que más visiblemente se abría paso, para mí, entre la panoplia de obras
influyentes de Los odiosos ocho,
y no las de Dario Argento o Mario Bava o Lucio Fulci. De todos modos, cuando
hablamos de influencias en Tarantino, del sustrato genérico que subyace a sus
películas, tenemos que dar un paso atrás para ver las cosas con más
perspectiva: un puñado de géneros subsumidos en la película tendrán su momento
durante el metraje, y no la estética, las coordenadas o las directrices de uno
solo. Aunque haya un marco referencial dominante, siempre hay una amalgama de
géneros y subgéneros ahí debajo, de ahí que no me sorprenda en absoluto que
alguien pueda percibir ecos del giallo en este western psicológico de misterio,
claustrofóbico, postapocalíptico y arrasado por una monstruosa tormenta de
nieve. Sé que lo sabes, pero igualmente quería decirlo.
MG: En cuanto a lo que apuntas de la moral, yo no sé si afirmaría que el
cine de Tarantino carece por completo de ella, aunque sin duda las ideas
morales que articula resultan difusas, contradictorias, problemáticas; de todos
modos creo que, de hecho, algunas de ellas han ido ganando espacio a medida
que, como decía antes, buscaba incurrir en los terrenos de lo que se supone que
una obra grande y «seria» debe ser (aunque Tarantino se aproxime siempre a los
terrenos de lo «serio» desde una óptica desenfocada felizmente singular). Si
algunos de sus detractores han afirmado que la película incurre en los terrenos
del nihilismo, me parece que yo no iría tan lejos como para usar un término tan
unívoco y absoluto: termina con cierta noción de concordia, y las simpatías que
exhibe apuntan en una línea de apoyar a colectivos oprimidos que ya viene de
lejos en su filmografía; colectivos que, de hecho, tienen en sus películas una
oportunidad de reparación (aunque sólo sea en el terreno de lo ficcional).
Cierto es, empero, que esa reparación se formaliza en términos de una violencia
catártica incontrolada nada propositiva, que hace bueno el aserto de
Slavoj Žižek sobre la película en su ensayo La nueva lucha de
clases: pese a que haya en Los odiosos ocho personajes
que son víctimas, ello no les exime de actuar de modo despreciable, con la
mayor brutalidad; de ser capaces de atrocidades que llevan muy lejos la idea de
tomarse la justicia por su propia mano. «Solemos olvidar», dice, incómodo, «que
el sufrimiento no ofrece ninguna redención: ser una víctima en lo más bajo de
la escala social no te otorga ninguna voz privilegiada de moral y justicia».
Y ya que entramos en esto: debo decir que, si bien creo que Tarantino
trabaja con esa problemática a sabiendas, obligando al espectador crítico a una
recepción ambivalente, escindida entre la empatía que ha llegado a sentir por
los personajes y la conciencia de los extravíos en que éstos incurren, a veces
no tengo claro que no olvide un poco esa verdad desapacible por el camino, como
parece indicar la complicidad con la que parece plegarse a los excesos de
algunos de sus personajes favoritos. Aquí podría ser un ejemplo de eso el final
de la película, en el que no detecto una mirada crítica en la voluntad de
captar la delectación con que los personajes ajustician a Daisy Domergue, como
si la detecté, por ejemplo, en las escenas de violencia racista en Django
desencadenado. No estoy seguro de a qué sirve ese final, ni cuál es
exactamente su propósito; no sé si es meramente ilustrativo de unos personajes
inclementes en una época inclemente o si acaso incurre en una leve complicidad
festiva con sus extravíos, pero, sea como sea, eso daría para un debate
muy largo, aunque probablemente fuera uno de los más necesarios y relevantes de
todos: el que atañe a los efectos y responsabilidades de la representación.
En cuanto a La cosa, y para
reconducirnos, si no he insistido en las similitudes de Los odiosos ocho con ella es básicamente porque no la tengo fresca,
y me daba miedo que las comparaciones se fundamentaran en el combo común Kurt
Russell + Ennio Morricone + nieve. Aunque, cierto es que, si añadimos al combo
el aislamiento, los paisajes desapacibles y la tensión interior/exterior, con
la base polar reconvertida aquí en mercería y la amenaza del monstruo repartida
entre ocho personas de cuyas motivaciones respectivas todos dudan, los
paralelismos empiezan a resultar más pertinentes. Sí, está claro que las
películas de Tarantino, tan adepto a la remezcla y recombinación de materiales
de la cultura popular según estrategias inesperadas, nunca se enclavan en un
solo género: Reservoir Dogs se
enmarcaba en el subgénero heist, con homenaje explícito a uno de sus
cultivadores literarios, Edward Bunker, materializado en su elección de casting
como Mr. Blue; el modelo de Pulp Fiction,
enunciado en el título, estaba trascendido por una disposición singularísima
del material y una originalidad y capacidad icónica que brillaban como nunca; Jackie Brown era otro título heist, esta
vez con una serenidad inédita y una primera incursión en las dinámicas
raciales; Kill Bill empezaba a
insinuar los wésterns que llegarían (esa escena de la boda, esos planos de la
puerta casi al modo de Centauros del
desierto), y añadía anime, y manga, y artes marciales, y reescribía La novia vestía de negro, e inauguraba
las narrativas de venganza que imperan en el Tarantino actual, e incluso su
atención para con los colectivos maltratados por la historia y por los grupos
dominantes: el de las mujeres, el de los judíos, el de los negros; Death Proof se sumergía hasta más abajo
de la serie B (y ahí estaban Russ Meyer y Richard C. Sarafian) para emerger, de
la mano de una chispeante brillantez formal, como una película enérgica,
pletórica, extremadamente reivindicable, con la ligereza de movimientos del que
trabaja con la libertad de estar haciendo una obra que se sabe y se quiere
pequeña, que abdica de la responsabilidad (que luego le pesaría a su autor) de
la grandilocuencia y es espídica y directa y trepidante; Malditos bastardos era bélica, y era un wéstern, y era comiquísima,
y era Doce del patíbulo, y era
renovadora y gozosa en sus autoconscientes ambición y poderío; Django desencadenado introducía aún una
manera de filmar la violencia inexplorada por Tarantino, pero parecía
confirmar, no muy alegremente, que, en su madurez, este había encontrado unas
directrices nuevas, pero aparentemente definitivas, para su poética. Los odiosos ocho —que, insisto, nunca
baja del notable— parece, con todo, reafirmar esto de nuevo con una intensidad
aún mayor: lo hace con su reincidencia en algunos estilemas, con una
innecesaria y algo renqueante monumentalidad que, para Tarantino, ya parece
irrenunciable, con un aquietamiento (en inventiva, en energía, en comicidad, en
brillantez formal, incluso en tonalidades emotivas, con esos coqueteos
inesperados con los límites de lo cursi) que quizá, tras la dupla que conforma
con Django desencadenado como las
primeras dos películas de su autor que apenas añaden ya nada a su corpus, baste
para aventurar un diagnóstico: Tarantino se ha aposentado; ligera, más que
tolerablemente, pero aposentado al fin. Desde hace años afirma que no quiere
hacer películas de viejo que malbaraten su filmografía; según sus propias
cuentas, le quedan dos para retirarse. Quizá no sea necesario llegar tan lejos:
a los 52 años, aún conserva el entusiasmo que, aliado a un oficio
inmarchitable, le habilita para hacer películas tan notables como la que nos
ocupa, que otros directores firmarían sin pestañear. Aunque (otro quizá) es
posible que Malditos bastardos vaya a
quedar definitivamente como su última película grande de verdad, y que quepa
reevaluar las expectativas ante sus próximas entregas a partir de ahora. Mi
pregunta, pues, para cerrar esta conversación: ¿compartes este punto de vista?
MA: Deja que retome una cosa que has
apuntado. Estoy de acuerdo con Žižek, claro, aunque tampoco creo que
descubra nada nuevo. Por otro lado, no acabé de ver esa complicidad con la que
el director se pliega, dices, «a los excesos de algunos de sus personajes
favoritos». De una brutalidad casi cavernícola, la escena final tiene una
única, aunque escalofriante, explicación moral (que no justificación): deciden
colgarla para así cumplir con las obligaciones —uno diría que ilusiones— del ya
muerto Kurt Russell. Se convierte en un gesto -ese ahorcamiento pornográfico-
de deferencia hacia el compañero. Que luego se recreen de esa manera ya forma
parte de la retorcida naturaleza humana que nos define, en mayor o menor
medida, con más o menos atenuación, a todos nosotros. En ese terreno de
ambigüedad se instala la película. Jodido y resbaladizo.
¿Se nos ha vuelto acomodaticio Quentin Tarantino? Me parece que sí, francamente. Pero sobre esto diría lo que Javier Ocaña dijo en su crítica de La Juventud: «Sorrentino corre peligro, eso sí, de ahogarse en su propia autocomplacencia. Algo de lo que se acusó a Fellini durante años mientras que ahora suspiraríamos por otra de sus películas. Así que mejor dejamos al artista con sus pinceladas de genio del instante, que seguro que sabe lo que hace.»
¿Se nos ha vuelto acomodaticio Quentin Tarantino? Me parece que sí, francamente. Pero sobre esto diría lo que Javier Ocaña dijo en su crítica de La Juventud: «Sorrentino corre peligro, eso sí, de ahogarse en su propia autocomplacencia. Algo de lo que se acusó a Fellini durante años mientras que ahora suspiraríamos por otra de sus películas. Así que mejor dejamos al artista con sus pinceladas de genio del instante, que seguro que sabe lo que hace.»
MG: No es que Žižek diga nada nuevo,
pero lo dice con una claridad y contundencia que a veces, en determinados
contextos, llevados por ciertos escrúpulos, diría que acostumbramos a inhibir.
Sea como sea, y en cuanto a la violencia en Tarantino: a veces sospecho que tendemos
a considerar que mostrar un acto de violencia extrema lleva implícita su propia
condena, en especial si quien lo hace es un creador al que admiramos y, de
resultas de eso, concedemos la presunción de inocencia. No creo que Tarantino
condone la violencia, pero no estoy seguro de que haya reflexionado mucho sobre
el sentido que en ciertos momentos de Los
odiosos ocho (pienso, como decía,
en el cuarto final) tiene plasmarla, como sí lo hizo en algunas secciones del
metraje de Django desencadenado; de
lo que sí estoy seguro es de que, pese a todas las infinitas aristas de los
personajes de Samuel L. Jackson y Walton Goggins, Tarantino invierte más
esfuerzos en perfilar sus personalidades y concederles aspectos ligerísimamente
redentores a ambos que en hacer lo propio con Daisy: la empatía que ese
personaje está destinado a causarnos no surge de una construcción
caracteriológica eminente y deliberadamente plana, sino del hecho de que nos
convertimos en testigos de su constante maltrato. Al contrario de lo que opina
Matt Zoller Seitz en su reseña de la película, no considero que haya que hacer
responsable a Taratino de las reacciones festivas de sus espectadores ante los
momentos más crudos de sus títulos, pero en la elección de conceder esa especie
de pequeña salvaguarda al gesto de los personajes de la que hablas, de
proporcionarle ese ligerísimo barniz ennoblecedor, sí creo entrever un indicio
de la dirección de sus simpatías que me parece reforzado por el espacio que da
y niega a los personajes para crecer, y por lo que me parecen unos énfasis casi
festivos, triunfalistas, celebratorios en la escenificación de la muerte final
que no podría comentar mejor sin mediar un revisionado.
Sea como fuera, hay una cosa que sí firmaría:
esa cita de Ocaña, en todo momento. Qué raros, por cierto, los momentos de
«genio del instante» en un panorama de medianías, de obras solventes,
discretas, correctas, ordenadas y modestas, que no irritan pero tampoco
estimulan; cuánto lo hacen, en cambio, esos momentos, incluso en piezas
irregulares, imperfectas, sólo parcialmente logradas, que a veces se vienen
abajo por el peso de sus propias ambiciones inalcanzables, dejando un fracaso
más magnético y atrayente que los éxitos tímidos de sus compañeros dóciles y
adocenados. Quizá sea ese arrojo con el que identificábamos a Tarantino en sí
el que le falte a esta película, pero, reparos aparte, no están ausentes de
ella fogonazos de talento por los que muchos otros matarían. Sigamos atentos, a
ver cuánto se prodigan en el futuro.
...Y FIN.
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