Llegó Mariana Enríquez con sus cuentos y nos dejó helados
En medio de
los cuentos de la Andrea Jeftanovic de No
aceptes caramelos de extraños encontramos una tragedia. En el centro
exacto, detona la tragedia y eso es lo que concentra nuestro asombro. Le confía
a lo trágico, al hecho trágico en sí, todo el poder de sus cuentos. El cuento
es trágico porque el hecho es trágico, y todo el peso de la historia orbita a
su alrededor, pero se puede, con el tiempo, asumir la hondura de esa tragedia, desligarla
del resto de cosas, lidiar con ella y arrastrarse, pasito a pasito, hacia
adelante. En los cuentos de Mariana Enríquez, en cambio, no. Teje una red enfermiza de la que no podemos escapar.
Si los cuentos
de Jeftanovic, escritos en un castellano lustrado y rutilante, están dentro de un campo vallado, los de Enríquez están más allá de
esas vallas; nos enfrentamos a todo lo que ocurre si nos adentramos,
desprotegidos, en la periferia de esos campos, cruzando unas vallas que jamás
deberíamos haber cruzado. Jeftanovic, en un espacio delimitado, te planta
un hecho trágico, incluso insoportablemente trágico. Enríquez destroza ese
espacio y lo que queda es una bruma enloquecedora.
Aturdidores relatos todos ellos, salvo algún cuento con aparecidos a lo Tim
Powers, que en mi opinión no acaba de funcionar por demasiado explícito, en sus
cuentos se ve una cosmovisión violentada, rasgada y sin rastro de esperanza en
que vaya a mejorar nada ni asidero alguno que nos haga entender el porqué de las maldades que aparecen.
En “La hostería”
y en “La casa de Adela” vemos puntos ciegos, ambiguos, polisémicos y
estimulantes, como los que describe Javier Cercas en su último ensayo,
titulado, precisamente, El punto ciego.
En “La hostería” se hilvana a la perfección lo histórico-político con lo
sobrenatural (o no). Esta polisémica ambigüedad multiplica las posibilidades de
lectura que nos ofrece el cuento. ¿Se desprende consuelo o dulzura de alguna de
ellas? No.
El justificado desprecio con el que trata a la policía, y por tanto al Estado, en "Bajo el agua negra", es solo uno de los azotes colaterales que le pega la autora a la violencia programada. Porque por un lado tenemos la violencia íntima, el mal que viene del individuo, y por otro tenemos el mal calculado que viene de las instituciones. Se van entrecruzando en estos cuentos esos males.
Es sutil Mariana Enríquez. Si reseguimos el trazo que marcan sus cuentos, llegaremos a un mal arraigado, al origen social de tanto ultrajo. Sí, vemos las relaciones de pareja desidealizadas, vemos los pensamientos inconfesables que a veces nos asaltan, los instintos más bajos aflorando, barrios enteros estigmatizados por su “condición de indeseados”. Pero Enríquez también explora las responsabilidades de un mal mayor. En “Pablito clavó un clavito”, el protagonista es un guía turístico de Buenos Aires. Su especialidad es la ruta de los asesinatos más famosos acaecidos en la ciudad. Recreándose en la historia de los asesinos y sus víctimas, el personaje, como quien no quiere la cosa, nos dice que no se incluyen los dictadores en el tour “por corrección política”. En cambio, el Petiso Orejudo, el más perturbador de los asesinos mencionados en su recorrido, y precisamente por eso el más popular, no tiene consciencia de nada: a él “solo le gustaba atacar niños y encender hogueras”. Como no pueden dar explicación a sus crímenes, como no hay un mínimo asidero para racionalizar su barbarie, el Petiso “incomoda a todos”, convirtiéndose así en “el lado oscuro de la orgullosa Argentina del Centenario”. Palabras que pueden amoldarse a tantas otras realidades con tanta precisión que acaban dando miedo. Como decía, se entrecruzan hábilmente los dos males, tejiendo una red expansiva, malsana.
Es sutil Mariana Enríquez. Si reseguimos el trazo que marcan sus cuentos, llegaremos a un mal arraigado, al origen social de tanto ultrajo. Sí, vemos las relaciones de pareja desidealizadas, vemos los pensamientos inconfesables que a veces nos asaltan, los instintos más bajos aflorando, barrios enteros estigmatizados por su “condición de indeseados”. Pero Enríquez también explora las responsabilidades de un mal mayor. En “Pablito clavó un clavito”, el protagonista es un guía turístico de Buenos Aires. Su especialidad es la ruta de los asesinatos más famosos acaecidos en la ciudad. Recreándose en la historia de los asesinos y sus víctimas, el personaje, como quien no quiere la cosa, nos dice que no se incluyen los dictadores en el tour “por corrección política”. En cambio, el Petiso Orejudo, el más perturbador de los asesinos mencionados en su recorrido, y precisamente por eso el más popular, no tiene consciencia de nada: a él “solo le gustaba atacar niños y encender hogueras”. Como no pueden dar explicación a sus crímenes, como no hay un mínimo asidero para racionalizar su barbarie, el Petiso “incomoda a todos”, convirtiéndose así en “el lado oscuro de la orgullosa Argentina del Centenario”. Palabras que pueden amoldarse a tantas otras realidades con tanta precisión que acaban dando miedo. Como decía, se entrecruzan hábilmente los dos males, tejiendo una red expansiva, malsana.
Pero me
resisto a considerar esta colección de cuentos una muestra de literatura de
terror. No. Un poco en la línea del China Miéville que prefiere hablar, para
todas aquellas literaturas que se alejan de lo estrictamente realista, de
“weird fiction”, me gustaría considerar el libro de Enríquez una muestra
brillante, perturbadora, de literatura extrañada, distorsionada: a través de
estos golpes a lo rutinario vemos cómo la incomprensión, el abandono, el miedo,
el Estado o la soledad pueden entrar a fondo en las consciencias, anulándolas. La vida vale muy poco aquí, en estos cuentos. Yo
escogería unas palabras de Viento del pueblo, de Miguel Hernández, como carta de presentación del libro, casi como
advertencia de alguno, solo alguno, de sus poderes: “Verás el apogeo del espanto”.
El castellano
de Enríquez, precioso, está algo menos pulido que el de Jeftanovic. Parece que
estemos ante la misma diferencia que encontramos entre el inglés pulido de las
letras de Leonard Cohen y el inglés en bruto, por así decir, de las letras de
Dylan. La primera vez que leí algo de ella fue en el libro colectivo Mi madre es un pez. Destacaba la
sutileza de su cuento. Veo ahora que este es un claro distintivo de la autora, que
no era solo un cuento acertado entre tanta medianía y que de cada recoveco de Las cosas que perdimos
en el fuego emana una brillante oscuridad.
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