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Como las flores del Ártico, que no existen

Los olvidados son adolescentes descastados, violentados por una ciudad violenta, excluidos y marginados, crueles entre ellos mismos; olvidados, sí, y hasta víctimas, como dice Román Gubern, de la “inutilidad de la pedagogía de los buenos sentimientos”, en referencia al director de la granja-correccional donde envían a Pedro, coprotagonista de la película. Aunque Buñuel nunca opte por grandes piruetas formales, las imágenes son tan crueles como los niños: no hay asomo de ternura, de afecto en los planos áridos de ese vertedero humano que es el México D.F. que vemos en pantalla. La inquietante, perturbadora presencia de los gallos, la madre histérica y agresiva que ve Pedro en sus pesadillas a cámara lenta (que parece ser el ritmo propio de las pesadillas), o la directa agresión al espectador en forma de huevo son imágenes con las que Buñuel surrealistiza el carácter testimonial que tiene, entre otras cosas, la película, algo que ya hizo en su precursora directa, Las Hurdes, con aquella imagen del burro cubierto de abejas.

Vemos el esqueleto de un edificio en construcción. El contraste entre la modernidad y la pobreza extrema. Neones en las calles y casas sin agua corriente.

Pero también sabe ser sutil: como con los dramas que entrevemos en el pasado de la madre de Pedro, el incesto visto como de pasada, o el repugnante pedófilo (perdón por la intromisión) que intenta seducir a Pedro. Lo percibimos por la pura fuerza de las imágenes, sin oír su conversación. Buñuel se aleja de los esquematismos, del maniqueísmo con la figura del ciego, que, formando parte de los descastados, de los olvidados, les profesa odio y anima a la policía a que los capture. En Mi último suspiro admite Buñuel que nunca necesitó “más de tres o cuatro días para el montaje”. Sí, son ásperas y duras sus imágenes, porque áspero y duro es el mundo que retrata, pero, como digo, también tiene cabida la sutileza y la belleza.

En el centro de la película hay una ambigüedad: Jaibo, el personaje que inicia el torbellino de horrores, es a su vez víctima de y verdugo en la sociedad que ha intentado, digámoslo así, corregirle. Buñuel y Luis Alcoriza, coguionista de la película, no plantean una situación amable para un público que quiera congraciarse con las víctimas habituales, no. También las víctimas son crueles y odiosas: los mecanismos de injusticia estatal, de polarización social, tienen su eco en el microcosmos pandillero liderado por Jaibo, donde él es para sus colegas lo que el Estado es para todos ellos. Es en Pedro, niño violentado y tan desamparado como el Jaibo, donde encontramos nuestro verdadero vínculo con los olvidados, nuestra puerta de entrada. Y la valentía con la que tanto Pedro como el “Ojitos” responden a las bravuconerías del Jaibo también nos da la medida de la empatía del director, de hacia dónde se dirigen sus simpatías matizadas. Porque en un momento dado Pedro admite que quiere portarse bien, pero que no sabe cómo. ¿Quién es el responsable de esta impotencia? Hay tres momentos clave en la película que marcan la evolución de Pedro, su declive: los bastonazos que le pega Jaibo al chico, al principio de la película, le horrorizan; los bastonazos que, más tarde, le pega su madre al gallo, despiertan en él la misma reacción de rechazo hasta que, ya encerrado en la granja correccional, vemos que es él mismo el que, cambiado, mata a bastonazos a unos gallos, marcando así la pérdida o el robo de su inocencia. ¿Y quién es el responsable de esta pérdida, de este robo?


Décadas después nos traería Eloy de la Iglesia la historia de otros olvidados buñuelescos con Navajeros y con Colegas, igual que haría José Antonio de la Loma con Perros callejeros, responsables, ambos, de algunas de las mejores películas del, en mi opinión, mal llamado cine quinqui. Madrid y Barcelona eran en los setenta y ochenta lo que había sido México D. F. a principios de los cincuenta. La película de Buñuel, anticipándose, las supera a todas. Ya captó en los años treinta la miseria de Las Hurdes, la miseria rural, olvidada, de esa tierra; veinte años después se centró en la gemela urbana de esa misma miseria. 

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