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¿Qué es Infierno Azul?

Pues una película veraniega que transcurre en alta mar. Ni más ni menos. Está cerca de Open Water, quizá más que de Tiburón, porque el hilo narrativo es casi inexistente y porque es más una indagación en la psique humana que una crítica social, más un análisis de la personalidad (lo que en inglés llaman 'a character study'), que una suma de distintas capas de lectura. Vemos cómo reacciona la protagonista en una situación límite, cómo cambian sus percepciones y sus convencimientos, cómo su presente abismal modifica la percepción de su pasado. También está más cerca de películas como 127 horas o Locke, por citar solo dos, por el esfuerzo interpretativo que tiene que hacer la protagonista, una espléndida Blake Lively, para transmitir el horror de estar aislada en el mar, con un inmenso tiburón que le acecha, estando sin embargo tan imposiblemente cerca de la orilla. No solo transmite miedo y angustia la actriz, y recordemos que no solo transmite angustia y miedo ante un animal creado por CGI, lo cual exige un talento superior, sino que también transmite un callado dolor por la muerte de su madre, alegría, buen humor, solidaridad y candidez (pienso en su diálogo con Óscar Jaenada, entrecortado de palabras en un casicastellano conmovedor).

¿Y por qué la ataca un tiburón? ¿Es una representación gratuita de la ferocidad de estos animales? ¿Cuál es la chispa que enciende el engranaje narrativo de la película? Ella misma lo dice: ha invadido el espacio de caza del tiburón acercándose, sin saberlo, al cadáver de la ballena que le servía de alimento. Aquí, vemos, hay una pequeña justificación del instinto animal, depredador, del tiburón: no le ataca porque sí, sino porque ha sido una intrusa. Simple, quizá, pero eficaz. Y la gaviota es un apoyo para ella porque mitiga su soledad, y un acierto como también lo fue la pelota Wilson en Náufrago. Es un contrapunto aliviador. Nos saca de la tensión permanente, aunque llena de luz, de la película.

Jaume Collet-Serra merece muchos elogios. Primero, y personalmente, porque nos ha regalado una película veraniega que transcurre en alta mar como hacía tiempo que no veíamos. Segundo, el recurso visual de incorporar micropantallas de móvil en los planos, para ilustrar esa especie de realidad bífida en la que estamos inmersos, es visualmente deslumbrante por lo que tiene de cierto y por lo que tiene de perturbador: así distraídos no acabamos de asimilar nuestro entorno. La micropantalla añadida también es útil con el reloj digital de la chica. Angustiosamente nos recuerda lo poco que queda para el cambio de las mareas. Elogios merece también por las tomas subacuáticas, en especial la de esas medusas de luz, y por cómo desaparecen los surfistas, sutilmente entre las olas, aumentando el poder del animal sin que veamos al animal. Y cómo vemos la ruindad del borracho, en la orilla, con las pertenencias de la chica que desde la roca en el mar le pide auxilio. 

Cierto, el final es malo, es malo y es cutre por inverosímil. No es una solución muy bien pensada: un ser humano no puede ganarle terreno a un tiburón debajo del agua. ¡No podemos pretender ganarle en su propio medio! En el epílogo vemos el toque cursi y melodramático de una película que hubiera crecido mejor de haberse evitado esos pocos minutos finales. Dos fallos, de todos modos, que no acaban de lastrar el logro veraniego que es en el fondo Infierno Azul

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