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Claroscuros bajo el mar


Por mucho que Infierno bajo el agua no haya sido la película veraniega que transcurre en alta mar que uno deseaba, no hay que desesperarse: Johannes Roberts ha vuelto, este verano, con A 47 metros 2, secuela nominal pero no derivativa de su anterior película de tiburones, la titulada, simplemente, A 47 metros, y nos ha dado exactamente lo que queríamos, y nos ha sorprendido. Y nos ha gustado.

Coescrita por Johannes Roberts y Ernest Riera, coguionista también de la primera, la película aporta algunas novedades al panorama de películas de tiburones. Los tiburones son, sí, grandes tiburones blancos, pero esta vez son ciegos y uno diría que albinos, así que tienen olfato y oído extremadamente desarrollados. Hay, además, un trasfondo maya de reminiscencias vagamente legendarias, con una ciudad hundida, con sus calaveras y sus monumentos fúnebres y los espacios donde practicaban sacrificios humanos. Aquí es donde el decorado narrativo se vuelve un poco tontorrón, por lo accesorio y desprovisto de sentido en el global de la historia.

También transcurre, como El santuario, en un cenote mexicano. Paradisíaco. Intocado por el turismo parasitario, y alegremente rechazado por las chicas protagonistas. A 47 metros 2 no ha incurrido en otras gramáticas del terror moderno como Open Water 3 y su narrativa y estética de metraje encontrado, ni hay esa elipsis sofisticada, y desesperante, de la primera, y el CGI no sé si es el más logrado del momento, pero contiene un acierto estilístico de altura, un aporte de estilo y personalidad creativa que se aparta del común de estas películas de escualos, y ese es el uso de la cámara lenta –pienso en una de las últimas tomas bajo el mar, con la bengala en la mano–, y, sobre todo, los claroscuros en el agua. Cómo cambia de uno a otro, cómo un color define al otro, y cómo se divide el significado de lo que ves cuando la luz y el color juegan a mostrar y ocultar. Ralentí y vaivén de colores bajo el mar, con la  música de fondo aumentada, hacen de estas tomas algunas de las mejores que ha dado el subgénero en lo que llevamos de siglo.

La excursión planeada era muy sencilla: ir a ver tiburones blancos en un barco con el fondo acristalado. Algo a lo que dos de las protagonistas se niegan. Pues bien: tengo que admitir que me hubiera gustado ver lo que podríamos llamar el injusto triunfo de la pijedad. Con las pijas abusonas, voyeurs bajo el mar, que sí aceptan el tour guiado, presenciando la horrible muerte de sus víctimas en el cole privado entre los colmillos del tiburón albino, de uno de los tantos que habitan la zona de sus excursiones. Hubiera sido una apuesta arriesgada, una solución insospechada. A ver con cuánto sentimiento de culpa sobreviven las lobas que se reían de la chica solitaria de la clase; a ver cuánto éxito, por otra parte, les granjearía a los responsables del tour el ver muertes humanas en directo. Pero no va por ahí la cosa. No quiere ser una crítica al turismo ni un análisis de las competitivas relaciones de instituto. Quiere ser una película de tiburones claustrofóbica, enteramente cerrada en un espacio limitado, filmada con nervio y llena de imágenes elegantes. Esa boca afilada que se abre en un espacio cada vez más rojo de sangre, se abre lentamente.

A 47 metros 2 es una notable película veraniega que transcurre en alta mar, una historia de tiburones que no avanza, como Infierno bajo el agua, con pequeños estímulos que hacen de acicate narrativo, sino por la simple lógica de querer salir por donde has entrado, cuando empiezas a quedarte sin aire y estás rodeada de unos tiburones que no esperabas encontrar. Tiene sus momentos de exagerada, poco creíble, solución narrativa, pero pesan más esas imágenes subacuáticas, esa claustrofobia sin oxígeno, ese rojo que crece en el azul.

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