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Recuperando viejos textos VII: sobre 'Cuadros de Brueghel', de William Carlos Williams

Este reseña, como la anterior, tendría que haber salido en The Barcelona Review en 2009, pero, igual que la anterior, se quedó en el tintero. ¡Qué le vamos a hacer! (Nota: soy consciente de algunas de las ingenuidades que se ven en estas reseñas primeras).


Muchos, entre ellos el traductor y prologuista, lo consideran uno de los mayores renovadores de las poesía norteamericana del siglo XX. Con Cuadros de Brueghel ganó William Carlos Williams el Premio Pulitzer en 1962, a los setenta y nueve, justo un año antes de morir. Utilizando el lenguaje popular y sencillo que siempre defendió, el abuelo y poeta Williams (y también médico y dramaturgo y ensayista), hace de diez cuadros distintos de Peter Brueghel el motivo de los diez primeros poemas del libro. El realismo con que Brueghel retrata su entorno, la cotidianidad de sus pinturas (aún cuando el tema es religioso), y el aire apacible de la mayoría de sus obras, son, tras leer el libro, los principales rasgos que tienen en común, que unen a estos artistas. Estos primeros poemas son re-creaciones, poemas cuyas imágenes son las mismas que las de Brueghel, aunque con algo distinto.

De todos modos, no sólo los poemas dedicados al pintor muestran la fascinación que sentía el poeta por la pintura. Sus propios poemas, los más breves en particular, son como cuadros. Ya sea la descripción de alguna escena, de algún paisaje (el silencio de las estaciones, el ruido de las estaciones, nieve cayendo) todo queda, como él dice, “milagrosamente cautivado” en sus ojos. Dos poemas para demostrar lo que digo (y también porque es mejor leer a Williams que a alguien hablando sobre Williams): “La rosa se marchita / y renace otra vez / de su semilla, naturalmente / pero dónde // irá sino al poema / para no ver / disminuido / su esplendor”. Se puede leer una pequeña superioridad del poema respecto a la vida, donde todo es efímero. 

El otro: “a punto de curarme de una enfermedad / hubo una lámina / probablemente japonesa / que me atrapó por completo // una imagen absurda / excepto porque era lo único que yo podía reconocer / la pared cobró vida para mí en esa lámina / y yo me así a ella como una mosca”. El poema, para Williams, es el lugar donde puede alojarse la sencillez del mundo, ahí donde el lector puede encontrar su lugar, donde puede volver una y otra vez como quien bebe agua. La economía de su lenguaje, la predilección y el dominio de la imagen, el hecho de que prácticamente se puedan ver sus poemas, hacen que leer a Williams sea, a veces, como si alguno de los poetas clásicos japoneses hubiese escrito en inglés, en el siglo XX.

Aparte de lo pictórico de sus poemas, también tiene presencia en Cuadros de Brueghel la familia. Escrito cuando ya estaba enfermo, dedica varios de sus poemas a Flossie, su mujer, a sus nietos e incluso a sus vecinos. Dedica a su nieto un poema sobre su mascota, una tortuga, o recuerda, también, melancólico, cómo el robo de unas peonías diez años después de casarse les unió a él y a su mujer como nada podría haberlos unido (la expresión es suya). Con este libro recupera lo que para él, en su vida, ha sido esencial: el arte, la familia, su trabajo de médico, su entorno. Como si éste fuera el testamento literario de William Carlos Williams. Y todo ello visto con la sencillez de sus ojos. Una sencillez que algunos desprecian pero que, a mi modo de ver, desprecian porque ignoran lo difícil que es de conseguir.

Casi nunca se suele hablar de la edición pero creo que no es mala idea resaltar algunas de sus ventajas: como casi siempre, es bilingüe, y la traducción de Juan Antonio Montiel, exacta. Ofrece también una reproducción a todo color de las obras de Brueghel, en el orden en que aparecen re-creados por Williams, a tamaño grande, para que el lector confunda poesía y pintura.

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