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Leer una bitácora de principio a fin te enseña dos cosas. Primera: que tiene mucho de obra en curso o en marcha (lo que los yankees llaman work in progress). Va cogiendo forma con cada texto, con la intervención ajena, con los debates que se generan en el libre espacio de los comentarios (que a veces son, por otra parte, más interesantes y estimulantes que el texto que los origina). Entre autor y público se va creando, poco a poco, una obra viva, amorfa y plural que va creciendo y cargándose de sentido con cada nueva entrada. Casi podemos decir en ese sentido que lo mejor que le puede ocurrir a una bitácora es que se desmadre. Que enloquezca. Que no tenga límites en cuanto a contenido. Que lo abarque todo. Así, se convierte en un cuerpo de textos heterogéneo, rico e irregular; en una obra colectiva que no es sino el reflejo significativo del cambiante estado de ánimo de su autor, de la evolución de sus intereses, de la fidelidad de sus lectores.

Segunda cosa: el género literario al que más se parece un blog es el diario personal.

Y otra cosa más. Existe una suerte de debate sobre la longitud que deberían tener los textos en internet. Mucha gente añade imágenes estratégicamente situadas entre ciertos párrafos, creando la ilusión de estar ante un texto más corto de lo que realmente es, para que el lector o la lectora no se aburra. Sin embargo, creo que, si la intención es no aburrir, el añadir imágenes no es la solución adecuada. Hay que seducir al lector. Y hay que hacerlo mediante la escritura. Hay que trabajar la prosa; trabajarla a fondo hasta conseguir que el lector no pueda escapar. El correr de las palabras tiene que ser suficiente para mantener atento e interesado al lector. Las imágenes son un remedio ilusorio.

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