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Dos películas de Michael Anderson

1) La fuga de Logan. La mencioné, en el texto que escribí sobre Vanishing Point, como una de las grandes películas olvidadas de los años 70. No es la mejor película de ciencia ficción, ni, seguramente, la mejor de su director, pero lo inusual de su mensaje, el raro gesto de los protagonistas al final de la película, la convierten, en mi opinión, en una obra singular. Ese diseño de producción setentero, por otra parte, le da, a día de hoy, un aire retro, una cualidad artesanal en vías de extinción.

Estamos en un futuro dominado por el Estado. Como colectivo, el ser humano es nada. Está desidentificado por los poderes del Estado. Viven presos (pero sin sospechar que están presos), en un complejo urbanístico, substituto menor del mundo, con sus jerarquías, sus normas, sus responsabilidades, su ocio. Sus habitantes creen que morir a los treinta años es lo normal. Hasta tal punto llega el poder del Estado. Es, pues, una dura crítica a la pulsión coercitiva de las instituciones oficiales. A su vez, es un canto al hombre común y a la mujer común. A la valentía como motor vital.

Resumiendo, la pareja protagonista escapa del Estado-prisión, descubriendo un mundo expandido que creían inexistente. Llegan a la ciudad de Washington D.C., que está despoblada de vida humana, recubierta de vegetación. Ahí, extramuros de la prisión, sobrevive un viejo en su particular cúpula de la soledad y el dolor. Una cúpula que se ve alegremente rasgada por la llegada de la pareja de fugitivos. El encuentro en realidad es una manera de volver a nacer; ese encuentro supone un cuestionamiento radical de la concepción de la vida y el mundo que tenían antes los protagonistas. Como si abriesen los ojos más allá de una fe limitadora. Ahora saben. Y deciden. El gesto sorprendente es que vuelven. Cuando creen que han descubierto una vida nueva, en lugar de, egoístas, seguir adelante, vuelven atrás a liberar a sus antiguos compañeros (de celda) para que compartan con ellos la felicidad de su descubrimiento. 




2) Más oscura que Tiburón, Orca, la ballena asesina es una película dura y triste. Al contrario que en la anterior, Anderson ataca aquí al individuo, al egoísmo del hombre común que olvida que comparte el planeta con otros seres; otros seres, como las ballenas, harto más majestuosos y libres que nosotros. Empieza la película con una declaración de principios: la orca mata a un gran tiburón blanco. Es decir, Tiburón es una cosa, nosotros otra. (El discurso metacinematográfico es anecdótico, de todos modos, y acaba ahí).

El argumento es sencillo: Richard Harris mata a una orca hembra. Cuando la izan al barco, cae muerto el feto que llevaba dentro. Viscoso, cae sobre la cubierta el cuerpecillo ante los ojos del padre, testigo directo, que decide vengarse, seguir al barco hasta hundirlo en la miseria. Al final, la ballena conduce a un monomaníaco Richard Harris al helor de las aguas del norte. Sabe que ahí el hombre juega en desventaja. Que el hombre es un ser minúsculo e indefenso es un hecho que se desprende con naturalidad de las imágenes del último tramo de la película. Esas tomas de los exteriores inhóspitos enfatizan el desequilibrio entre el hombre y la naturaleza.

Ver las películas en ese orden es ponerse triste. Cuando creíamos, en la primera película, que el ser humano ya era libre de las ataduras del Estado, vemos en la segunda que hay unas ataduras, consustanciales al ser humano, de las que jamás podrá librarse. Richard Harris enloquece él solo. La crueldad mana del fondo de sí mismo. No hay Estado alguno que criticar aquí.

Vemos así las películas, y no sabemos si existe la esperanza de mejora.

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