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En algún punto entre Cela y Delibes

Así como Miguel Delibes goza de un reconocimiento unánime, fervoroso, por haber creado infinidad de personajes creíbles y crepitantes, como don Cipriano Salcedo, como Carmen, como el Nini, a Camilo José Cela, en cambio, suele negársele ese mérito y también el de saber sostener argumentos compactos a lo largo de sus novelas.

Cuando escribe, Cela tiende, como ya dije en mis apuntes sobre la señora Caldwell, a perderse por los muy transitados cerros de Úbeda. Tiende a ensimismarse en su escritura fastuosa, dejando de lado los matices y las pequeñas contradicciones que conforman la personalidad de sus personajes, cosa que nunca deja de lado, por otra parte, Delibes.


Cierto. Lo que pasa es que la prosa celiana es en sí misma un género literario. Casi, me atrevería a decir, una obra maestra. Tan sofisticada es su escritura, tan rica y emocionante, que puede permitirse el lujo de escribir un libro como Garito de hospicianos, que es una miscelánea recopilación de artículos absurdos. De chorradas, básicamente. Pero ahí está la clave, o una de las claves, de Cela: es capaz de mantener el pulso a esa retahíla de inanidades con la simple fuerza de su escritura. No es que sea un mero ejercicio de estilo: es que su estilo, como digo, es en sí mismo un género literario de altura, lo que ansiosos buscamos cuando abrimos uno de sus libros. Que sus argumentos se bifurquen, que se subdividan, que procreen, que se ramifiquen, que de ellos nazcan subhistorias y no lleguen jamás a concretarse en algo más o menos visible o identificable, no es óbice para negar su talento o su capacidad como narrador. Su manera de novelar, de los años sesenta en adelante, se aparta conscientemente de la narrativa convencional. (Nuestro día a día también está lleno de pespuntes, al fin y al cabo). Sus novelas son torrentes de una escritura desbocada que todo lo arrastra. El cauce del argumento se ve desbordado y el caos escriturario nos acaba venciendo. Eso y su escritura algo arrogante, irónica, mordaz e incontenible es lo que hay que buscar entre sus páginas.

Quizá Delibes haya creado los personajes mejores de la narrativa española del siglo XX. No me parece exagerado decir esto. Y su prosa, el fluir de sus palabras es tan poderoso, tan irresistible, que uno puede leer páginas y páginas sobre cinegética a pesar de no tener el más mínimo conocimiento sobre el tema ni, lo que es más grave, el más mínimo interés. Nada tiene que envidiar Delibes a Cela. Pero, respecto a los frecuentes ataques contracelianos por no saber, supuestamente, crear personajes, nos basta fijarnos en su propia obra para ver que esto no es así. Cierto: en Mazurca para dos muertos, en Cristo vs. Arizona, en La cruz de san Andrés, en Oficio de tinieblas 5, en San Camilo, 1936 no vemos un elenco nutritivo de personajes orgánicos, como sí vemos, ya digo, en Delibes. Pero no lo vemos no porque Cela sea incapaz de escribirlos sino porque no le interesa. Está más centrado en otras cosas. Para ver que Cela es capaz de crear personajes solo tenemos que volver a leer La familia de Pascual Duarte, La colmena o, incluso, y ahora me explico, su Viaje a la Alcarria.

En su periplo andariego por tierras manchegas, por así decir, Cela crea un personaje simpático, accesible, despreocupado y abierto a la novedad y a la sorpresa: él mismo. Narra en tercera persona los vaivenes de su viaje, abstrayéndose de sus propias experiencias. Así seguimos, desde una óptica lejana, distanciada, todos sus pasos y todos sus descubrimientos. Como si una cámara siguiera su largo recorrido y con ella nosotros. Le vemos interactuar con las gentes anónimas del camino. Le vemos contento, agradecido, sorprendido, molesto, cansado, descansado, ilusionado, hambriento o saciado. Asistimos, en definitiva, a lo que siente alguien cuando está de viaje. Y tan de cerca asistimos a ello que pareciera que lo estamos haciendo juntos, ese viaje. El único reproche que se le puede hacer al libro es uno que también se le puede hacer al exitoso 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. A saber: que ofrece una mirada blanda y enternecedora de un país y de un pueblo en pleno desgarro por la posguerra (la civil en el caso de Cela, y la mundial en el caso de Hanff). Deciden obviar esa parte de la realidad. Pero si de personajes hablamos, creo que, aparte de los dos libros citados, Pascual Duarte y La colmena, su Viaje a la Alcarria es un sólido argumento para desactivar las graciosas campañas de furia contraceliana.


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